Fray Bartolomé de Las Casas Vs “12 de octubre español”

Alejandro García Gómez
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Desde Nod
Por Alejandro García Gómez
pakahuay@gmail.com

1959-1960 Iniciaba yo la primaria en mi escuela Santo Tomás. En clase -después de las sumas y las restas, los sustantivos y los adjetivos, los mandamientos de la Ley de Dios y de la Iglesia- al llegar a la de Historia (o mejor, de historias), mi mente como que olvidaba lo aprendido, porque se alistaba a volar (yo no lo sabía entonces, no sabía que volando era feliz, sólo lo supe luego). Nos sentábamos en bancos de madera, de a tres. Yo, como siempre me ha tocado, en la primera hilera de la clase y, conmigo a mi derecha Pacho Come Tinta y a mi izquierda Darío El Tuco (nació con una mano pequeña, y así lo bautizó alguien). Guido y Fernando Llorazón, atrás, en la siguiente, con Guillermo Delgado, el amigo que me prestaba las revistas de Tarzán, el Charrito y todas las de su hermano Benigno. Las ojeábamos; aún no sabíamos leer del todo.

Y comenzaba don Luciano:

-Y el 12 de octubre de 1492, niños, Cristóbal Colón llegó una isla que creyó que era la India, pero no sabía que hacía parte de un nuevo continente; así, el Gran Almirante, descubrió América, que no se llamaba América -nos enseñaba limpiando con un pañuelo pulquérrimo sus gafas, siempre limpias. Era su voluntario tic.

Luego, mucho, mucho más tarde, el prisma de los años me permitió otros ángulos.

La Guerra de Invasión -llamada, eufemísticamente, por los españoles y europeos en general, Guerra de la Conquista Española- y que duró aproximadamente 50 años a partir de 1492, se encontraba ya en su segunda parte, pero faltaban aún algunos años más para finalizar el dilema “moral” de ellos: ¿debían buscar el sometimiento de “estos raros humanoides” encontrados aquí o era mejor exterminar a todos aquellos que no se doblegaran? Con fines torvos, se propaló la creencia de que no tenían alma, o sea de que no eran seres humanos y, por tanto, matarlos no representaba ningún quebranto a las leyes divinas ni humanas, pero sobre todo divinas porque de ahí derivaban las segundas. Sólo un texto vaticano muy posterior (Bula Sublimis Deus, 2 de junio 1537, redactado por un teólogo, pero rubricado bajo la autoridad de Pablo III) se las concedió. Roma locuta, causa finita (“cuando Roma decide, se acaba cualquier querella”, sería su traducción libre); ¡Eureka, el Vaticano decidió que eran humanos! Pero ya entonces habían sido torturados y asesinados por millares y, como esos textos de la curia romana demoraban meses y hasta años en ser divulgados y recibidos en la misma Europa -y más tiempo aún en Nuevo Mundo- se los siguió asesinando y torturando bajo esa disculpa. Una de las víctimas entre esos millares fue el cacique Huatey, nativo de lo que ahora conocemos como Centroamérica. Había huido de La Española (hoy Haití y República Dominicana) a refugiarse en la vecina Cuba. Allá fue aprehendido y sometido a ser quemado vivo, como ocurrió. De ese crimen, en su libro “Brevísima relación de la Destrucción de las Indias” (trabajado en varios años), Fray Bartolomé de las Casas hace el siguiente relato (está transcrito con la redacción del libro):

“Atado al palo decíale un religioso de Sant Francisco, sancto varón que allí estaba, algunas cosas de Dios y de nuestra fe (el cual las había jamás oído), lo que podía bastar aquel poquillo de tiempo que los verdugos le daban, y que si quería creer aquello que le decía que iría al cielo, donde había gloria y eterno descanso, e sino, que había de ir al infierno a padecer perpetuos tormentos y penas. El, pensando un poco, preguntó si iban cristianos al cielo. El religioso le respondió que sí, pero que iban los que eran buenos. Dijo luego el cacique, sin más pensar, que no quería él ir allá, sino al infierno, por no estar donde estuviesen y por no ver tan cruel gente. Esta es la fama y honra que Dios e nuestra fe ha ganado con los cristianos que han ido a las Indias” (citado por José María Rojas).

Hoy existe consenso entre los investigadores históricos de que la invasión de España (o mejor de los reinos de Castilla y Aragón) en la mal llamada Conquista, fue una Guerra de Invasión y Exterminio. Que, mirados a la luz de la Justicia Penal Internacional actual, la totalidad de esos hechos de guerra, por parte de los invasores, tendrían que ser juzgados como Crímenes de Lesa Humanidad y sus autores (que hoy pululan inmortales en estatuas de avenidas, parques y ciudades que dan nombre a los genocidas) tendrían que ser calificados como Criminales de Guerra (Francisco Pizarro -analfabeta-, Sebastián de Belalcázar -que no era Belalcázar sino Moyano-, Pedrarias de Ávila o Pedrarias Dávila, Hernán Cortés, Pedro de Alvarado, Hernando de Soto, el Licenciado Gonzalo Jiménez de Quesada, Pedro Fernández de Lugo, Fernán Pérez de Quesada y tantos y tantos más, cientos y cientos). Las muy documentadas novelas del colombiano William Ospina, como Ursúa, El país de la Canela y un resto de otros autores, son prolijas en este tipo de detalles.

¿Pero cómo se llega a estos hechos históricos de crueldad extrema? Intentaré ser breve, pero advierto que no es fácil. En Historia cada hecho significativo viene de unos anteriores y, consecuentemente, lleva a otros, del pasado, del presente y del futuro (esta es la verdadera importancia de la Historia):

Tenemos que recordar que los reyes de Castilla y Aragón -Isabel y Fernando- “descubren” el Nuevo Mundo por obra de Colón en el mismo año de 1492 en el que también han acabado de reconquistar el total de la península (2 de enero, toma de Granada) que la habían gobernado los moros por ocho siglos y, acto seguido, expulsan a los judíos (11 de marzo) de Castilla y Aragón (número que los para los estudiosos fluctúa entre 160 mil y dos millones de habitantes; cualquiera de estas cifras era una inmensa población para la época). Los judíos se habían dedicado a las actividades financieras (hoy bancos), a la medicina (la tradicional de ellos, muy avanzada para la época), a las empresas (artesanales entonces) y al comercio. Los moros habían sido agricultores, campesinos que hacían producir la tierra. Es decir, entre ambas “etnias” sostenían casi la totalidad de la economía de toda la península. A las familias nobles les estaba vetado trabajar. Muchas veces, a los judíos habían acudido varios reyes, gobernantes y noles, entre ellos los mismísimos “Reyes Católicos”, para préstamos, cuando el Islam era fuerte allí. Imaginemos entonces cómo quedó ese conjunto de pequeños reinos en los que estaba dividida la actual España con esta torpe y descabellada decisión de sus realezas y de sus aristocracias (contada la eclesiástica, claro está) que de un momento a otro eliminó no sólo su fuerza de trabajo de las masas trabajadoras, sino también los dueños de los capitales productivos.

Acabado de “descubrir” el Nuevo Mundo y expulsados moros y judíos, Isabel y Fernando acuden al Papa -Alejandro VI (el Papa Borgia, padre de Lucrecia, César y el resto de hijos papales Borgias)- para que él dirima, con Portugal, las nuevas posesiones allende los mares. Entonces los Reyes Católicos y Juan II de Portugal firman el Tratado de Tordesillas, el 7 de junio de 1494. Con esto, Fernando e Isabel quedaban facultados para adueñarse del Nuevo Mundo “descubierto” bajo su mando, con la condición, sine qua non, de que debían cristianizarlo. El mismo mandato se da para Portugal en lo que hoy es Brasil. Y “cristianizar”, ésta fue la excusa de los “conquistadores” para robar todo lo que pudieran y masacrar al que se les atravesara si no se sometían a normas, leyes y reyes o mandatarios de quienes no tenían ni la más remota idea ni noticia.

El 31 de octubre de 1517, a 25 años del mal llamado “Descubrimiento”, Lutero presenta sus Noventa y Cinco Tesis que dan comienzo la Reforma Luterana o Protestante. La Santa Inquisición, principalmente la Española, es la encargada de enfrentar y depurar la doctrina católica a punta de fuego, torturas y asesinatos a la población. Sólo quemando a los herejes se lograría quemar la herejía, era el común pensar que dio lugar a la Santa Inquisición. Antes, en 1504, había muerto Isabel y en 1516, Fernando. Ambos monarcas fueron los primeros en ser llamados “Reyes de España”. Fallecido Fernando de Aragón, el reinado es para Carlos I de España y V del Sacro Imperio Romano, personaje mejor conocido como Carlos V, hijo de Juana I de Castilla (llamada La Loca, que ya es seguro que no lo era), hija de los Reyes Católicos, y su padre, Felipe I (El Hermoso), o sea fue nieto de Fernando e Isabel, por parte de su madre. Su abuelo paterno, Maximimiliano I de Habsburgo. Juana tuvo seis hijos. Por un sinnúmero de intrigas palaciegas, que no son del caso traer acá, quien quedó como rey fue Carlos I de España, como se dijo, más conocido como Carlos V, porque gobernó España desde 1516 y el sacro Imperio Romano Germánico desde 1519, por su abuelo paterno.

Carlos V era lo que diríamos hoy un derrochón y mala paga. Hacía innumerables préstamos para sus despilfarros. Se jactaba de que en su imperio no se ocultaba el sol. Y ahí, de nuevo, el que entraba a “pagar el pato” era el Nuevo Mundo con sus inmensas riquezas que se iban descubriendo, exprimiendo a los habitantes recién “descubiertos”, para sus pagos. La situación económica de España, con la expulsión de los moros y los judíos y el derroche imperial, era apremiante. Con el regalo del Papa Borgia, Alejandro VI, a sus abuelos, los Reyes Católicos, a Carlos V sólo le quedaba exprimir esas riquezas y las exprimió, pero todo se esfumó, por la torpe decisión de expulsar a moros y judíos, que eran quienes sostenían la economía española, como se señaló. Es decir, por las fauces de España se fueron todas las fabulosas riquezas del Nuevo Mundo a las panzas de los otros reinos y estados europeos, quienes hábilmente aprovecharon el luteranismo para pasar de un modo feudal de producción económica a los inicios de un incipiente capitalismo con la Revolución Industrial, porque la lectura e interpretación y comprensión personal de la Biblia en su propio idioma, les abrió la lectura, interpretación y comprensión de otros innumerables textos, toda la producción del pensamiento humano, ya no de carácter religioso, sino de todo el conocimiento antiguo y el de ese entonces. Así empezaron a fabricar y comercializar con la misma poderosa España y a quitarle sus riquezas.

Aquí es donde aparecen contadísimas personas -seres casi inexplicables- como Bartolomé de las Casas (1484 [¿?]- 1566), que inicialmente arribó al Nuevo Mundo como encomendero, un hombre muy inteligente y finamente instruido para su época, que llegó a La Española como laico y que se convirtió en fraile dominico, sacerdote y luego devino en Obispo (de Chiapas, hoy México). Conocido como el Protector de los Indios, inmediatamente que ocurrió su muerte fueron prohibidas todas sus obras por la censura de Felipe II (1527-1598) y del clero católico. El encargo administrativo de la Encomienda fue una de las formas “legales” en las que españoles civiles obtenían de la corona derechos sobre tierras e indios y quienes lo recibían lo entendían y así se creían, acá en el Nuevo Mundo, como amos de esclavos y así se comportaron. De las Casas llegó como encomendero, como dije, pero en 1515, y ante las injusticias vistas, viajó a España, renunció a ese derecho y comenzó a abogar por los derechos de los nativos ante Fernando El Católico. Basado en su obra Brevísima relación de la destrucción de Indias (elaborada entre 1527 y 1564), el jesuita Juan Nuix y Perpiñá (España 1740 – Italia 1783), en su obra Reflexiones imparciales, expone la contabilidad de que, en sólo 40 años, la población aniquilada en la región del Caribe en Centroamérica, por guerras o tratamientos crueles u otras formas, fue de más de 24 millones de personas. Las dudas que se levantaron sobre las cifras de este genocidio, que supera en número al de las dos guerras mundiales del S. XX, se han aclarado con el estudio de unos científicos sociales de la Universidad de Berkeley que -investigando este caso- llegaron a números aproximados y similares.

En vida, cuando ya era obispo y entonces era difícil meterse contra él, trataron de construirle innumerable cantidad de trampas. Una de las más célebres es la que dio origen a una discusión o disputa con, el también finamente instruido para su época, Ginés de Sepúlveda, sacerdote, teólogo, filósofo, jurista e historiador que defendía el bando de los conquistadores y el de sus adláteres. El obispo de las Casas abogaba por los indios, e hizo la crítica a la Guerra de la Conquista. Sepúlveda escribió un texto en latín, a manera de diálogos, y lo sometió al Consejo Real de Indias para su publicación. No lo logró. Lo presentó luego ante el Consejo Real de Castilla, a lo cual se opuso enérgicamente de las Casas que había regresado temporalmente a España para defender su punto de vista. Por los tiempos que corrían, todas las argumentaciones, de lado y lado, debían basarse en los libros teológicos de los Padres de la Iglesia y en la Biblia.

Como, políticamente, el tema había polarizado los ánimos, en el que, de un lado estaban los que gozaban de todas las prebendas por la inicial orden imperial, cuyos beneficiarios fácilmente la adaptaron para el genocidio y la esclavitud (los conquistadores, encomenderos, gobernadores, audiencias, muchos frailes, oidores y funcionarios de alta, mediana y baja estofa) y en el otro los defensores de los “derechos” de los indígenas, con Fr. Bartolomé de Las Casas a la cabeza. En términos generales, el argumento de De las Casas era demostrar que la Guerra de Conquista debía dejar de ser una política de la Corona, por el posible costo de la pérdida de su soberanía en las Indias, a causa de la responsabilidad del Monarca en los hechos derivados. Ante esta situación, en 1550, el Emperador Carlos V convocó una Congregación de letrados, teólogos y juristas, en Valladolid, que tendría como fin escuchar la parte y la contraparte, para tomar una decisión. El Consejo de esa congregación designó al dominico Fray Domingo de Soto como la persona que escribiría los resúmenes de las intervenciones tanto de Sepúlveda (llamadas allí “objeciones”, que fueron doce, a favor de la guerra del imperio contra los indios-) y las de De Las Casas (llamadas allí “réplicas”, también 12). La materia de los alegatos es extensa y llena de todas las sinuosidades que pueden abarcar los temas de Teología, Biblia, Jurisprudencia y sus adláteres en un solo asunto y, obvio, no los tocaremos acá, aunque sí dejaremos la tesis general: ¿qué obliga al rey español a seguir haciendo o no la Guerra de Conquista? Es decir, la responsabilidad del monarca.

¿Qué salió de Valladolid? ¿Es decir quién ganó y quién perdió? A partir de 1550 la Corona suspendió las conquistas. Triunfo de Fr. Bartolomé. Pero, la cristianización de los indígenas se siguió llevando a cabo con su sometimiento a los encomenderos y a los clérigos, que los continuaron utilizando con esa misma dominación al servicio de esos mismos abusadores. Triunfo de Sepúlveda y sus explotadores. ¿Y nosotros, los hispanoamericanos de hoy? “Cargamos esa herencia”, tema para otra columna.

Y ahora mi corazón se dispone a ocupar de nuevo al pupitre de mi escuela Santo Tomás, en la clase de don Luciano y volar hacia mis amigos de entonces. De reojo, miro la hilera detrás mío y Llorazón se encuentra sosegado todavía; Guillermo me muestra la nueva revista de El Llanero Solitario y Guido aún no intuye que lo bautizaremos Tripita.

Medellín, 11 de octubre de 2024.


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