El brillo de la pólvora

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Por Gustavo Montenegro

La calle olía a incendio. Los rincones de las viviendas quedaron con un sabor amargo, metálico, estruendoso. Aún en la mañana del primero de enero de 2022, la atmósfera de la ciudad parecía envuelta en una nube densa, gris, como si la fumarola volcánica hubiera descendido hasta el valle. En las voces de los saludos del primer día de 2022 se alcanzó a percibir un tono ronco, una molestia gutural. Las aves que suelen cantar antes del amanecer estuvieron calladas, su silencio se rompió ya entrada la mañana.

Horas antes, hacia las nueve de la noche del 31 de diciembre, cuando aún tenía horas el año 2021, comenzó el retumbar de los polvorines. Lo que pudo ser un efímero momento se convirtió en una incesante tronadera que duró hasta la mañana del primero de enero. Las consecuencias estaban escritas en el humo de los voladores, los volcanes, las papas, los tronantes, las velas romanas y todo tipo de fuegos que se encienden porque hay personas detrás de ellos tomando decisiones, prendiendo los fósforos, dándole vida a la candela, echando leña, avivando la llama que termina dejando heridos, lesionados, amputados y traumados.

El resultado: de acuerdo con el Instituto Departamental de Salud de Nariño en el departamento se contabilizaron 145 personas lesionadas por uso de pirotecnia: 139 hombres y 6 mujeres. De ese total, 22 lesionados son menores de edad y 123 adultos.

Por el grado de lesión en el primero resultaron afectados 36 ciudadanos, en el segundo 72 y en el tercero 37. Tristemente, a 30 personas se les debió realizar amputaciones, de las cuales 26 son mayores de edad y 4 son niños. En la ciudad de Pasto se registró un total de 72 quemados con pólvora, 62 adultos y 10 menores de edad. En comparación con el año 2021 hubo un incremento del 188 por ciento en el número de afectados. ¡Era de esperarse!

Las cifras reflejan el negativo impacto que el uso de la pirotecnia trae para quienes la manipulan sin control, sin condiciones de seguridad, muchas veces en medio del alicoramiento, sin vigilancia alguna y bajo esa premisa íntima del ego humano que parte del principio “a mí no me pasa nada”.

Los indicadores condujeron a que el Departamento de Nariño se ubicara en los primeros lugares de regiones con mayor número de lesionados por pólvora. El contexto, las cifras y los resultados nos sirven como pretexto para recalcar que, sin acción política, de nada sirve la acción comunicativa.

Los territorios en particular y el país en general llevan años diseñando campañas publicitarias que contribuyan a la disminución de lesionados por el uso indebido de la pirotecnia, creyendo, durante décadas, que este tipo de hábitos arraigados en la cultura se resuelven con mensajes mediáticos y la instrumentalización comunicativa, sin atender los focos de gestación de una práctica que tiene que ver más con la cultura, con la psicología social (individual y colectiva) que con un intento de persuasión informativa.

La aspiración, legal y legítima, que surge desde las entidades públicas para evitar que la gente resulte herida, quemada o traumada por el uso de la pólvora implica un proceso de largo aliento que no se puede limitar a los tiempos administrativos tradicionales. La cuestión se debe abordar desde el terreno de las políticas públicas, de las decisiones de alto nivel y de la concertación que facilite procesos como la transición laboral, la sustitución de la actividad económica, la reconversión del mercado, la incidencia en la relación de oferta y demanda. Pero también se hace necesaria una estrategia de largo plazo que, desde la multidisciplinariedad, facilite la comprensión de los sentidos y emociones que genera el uso de la pólvora, así como una intervención de nivel macro que paulatinamente permita una transformación radical de la práctica que, seguramente, deberá tener mucho de garrote y mucho de zanahoria.

De no ser así, los equipos creativos, unos más que otros, unos más entusiastas que otros; las agencias, los laboratorios de comunicación, las oficinas de prensa y los estrategas comunicativos, seguirán devanándose los sesos, intentando modificar una práctica cultural que está por encima de los objetivos de sensibilización, la reflexión o la mesura. El que quiere usar pólvora está determinado a hacerlo, con o sin campaña comunicativa. Al que quiere sostener un rito familiar le “resbala” una cuña radial, ni siquiera lee el volante que se entrega en la calle y menos le interesa si este año habrá un par de héroes protectores de la vida, si circulará un mensaje por las redes sociales, si se tendrá una canción, un buen eslogan o un afiche lleno de creatividad.

A la comunicación no se la puede seguir cargando de responsabilidades que no le competen; lo que no significa que no haya un lugar para la comunicación una vez se tenga claridad de sentido desde los criterios políticos de alto vuelto. Hay que insistir: la acción política determina la acción comunicativa. De no tener este panorama claro, no habrá campaña publicitaria o plan de medios de comunicación que logre frenar, disminuir o erradicar el uso de la pólvora.

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