Foto Carlos González |
tiempo, la tensión crecía. Un equipo de gente, difícil de contar, entraba y
salía frenéticamente del taller con pinturas, herramientas, equipos de
soldadura y cables. Desde lejos se veía, se alzaba imponente y gigantesca la
locomotora colorida, como si hubiese brotado de las entrañas mismas de la
tierra.
Al lado derecho, en la actitud paciente y sosegada de quien se sienta a
la orilla del tiempo, un viejo duende esperaba a ser instalado en la punta de
aquel tren alegórico que no podría conducir a otro lugar que no fuese la
felicidad. Los vecinos se agolpaban alrededor y compartían la angustia del
equipo de artesanos, quedaban pocas horas para el Desfile Magno del 6 de enero
y, aún, había muchos problemas por resolver.
oído con atención a José Obando intentando explicar, con fuego en la mirada,
por qué era tan importante el Carnaval. “Es lo que somos”, decía José al lado
de su estufa campesina, “nos hemos hecho ahí alrededor de las carrozas,
ayudando, sufriendo y riendo juntos”. “Lo más bonito es el juego” le decía a
las niñas entusiasmado mientras preparaba un hervido de moras, “tienen que ir
muy bien cubiertas, pueden ponerse una media velada en la cabeza para proteger
el pelo, gafas y mucha vaselina en la cara, porque a veces la gente no utiliza
cosmético y la piel se puede irritar”. Ellas lo miraban atónitas, no era fácil
comprender qué podía tener de bonito un juego del que era necesario protegerse;
después de recorrer 800 kilómetros desde Bogotá, cruzar dos cordilleras y
atravesar el Valle del Cauca, el Sur, aquel que empieza y desemboca en Nariño,
seguía pareciendo muy lejano y ajeno a los ojos de mis hijas.
construido en la mitad de la calle para albergar a la locomotora. Los vecinos
opinaban entre sí de manera prudente, sin interrumpir el trabajo del equipo
que, con gran dificultad, intentaba ajustar parte de la estructura al camión en
el que se movilizaría la carroza. “Es increíble”, nos contaban con un dejo de
inquietud en sus palabras, “cada año, al finalizar el Carnaval, decimos que no
volvemos a meternos en este lío…, ¡ah! pero llega el 8 de enero, y ahí
estamos, otra vez, planeando qué vamos a hacer para el año que viene.” Al igual
que el equipo del maestro Leonardo Zarama, esa noche, en Pasto, cientos de
personas durmieron poco y trabajaron hasta tarde ensamblando las carrozas;
pintaron, terminaron de coser el vestuario, ajustaron las coreografías de las murgas
y probaron por primera, y tal vez única vez, los mecanismos que darían vida a
aquellas metáforas ambulantes que pronto recorrerían los siete kilómetros
gloriosos de la Senda del Carnaval. Yo los veía, un poco al margen, como quien
sabe que no es fácil comprender la complejidad de todo lo que allí sucede; los
veía y recordaba haber visto en cada rincón de este país ese mismo empeño, esa
misma sensación colectiva de querer que algo se logre, de sumarse y de hacerse
parte del todo.
Cecilia, campesinos de La Cocha, Teo su perro, Michin el gato y un viejo
eucalipto que nos abrazó en una de las noches más melancólicas de mi vida. El
Año Viejo se consumía en un fuego abrigador mientras José hablaba de la
importancia de los vínculos y yo recordaba a mi padre recién fallecido. “Con
este eucalipto jugaron todos mis sobrinos, crecieron con él, al rededor de él
soñaron y fueron felices, juntos… ¡Lo mismo que el Carnaval !… el Carnaval
ha sido desde siempre el espacio en el que nos encontramos, jugamos, soñamos y
somos felices, juntos, aunque no nos conozcamos”. José lo había dicho muy
claro: “juntos, aunque no nos conozcamos”, al final de eso se trataba todo
esto, de estrechar los vínculos, de ponerse de acuerdo para hacer las cosas con
otros, para hacer la vida en colectivo, para estar mejor juntos aunque no nos
conozcamos. En la Cocha pasamos varios días hablando sobre lo que nos esperaría
al regresar a Pasto; Óscar -mi compañero-
y yo, habíamos decidido vivir de lleno el Carnaval como nuestro propio
homenaje a la vida y al privilegio de estar juntos; mis hijas, por su parte,
aún no estaban seguras de hasta qué punto querían sumarse a nuestra
celebración.
jornada de Arcoiris en el Asfalto, como abrebocas de pre-carnaval, había
desatado una animada discusión en mi familia sobre los límites del juego, de la
tradición y de los derechos de los otros en el espacio público. Mientras miles
de personas coloreaban la Calle del Colorado, y nosotros trabajábamos
concentrados en nuestro propio dibujo, los amigos nos contaron sobre el sentido
de esta actividad. Nos dijeron que cada vez son más las personas que se suman a
la iniciativa de pintar con tiza en la calle, que es una propuesta alternativa
a la tradicional celebración con agua en el día de los inocentes, que busca
propiciar una reflexión sobre cómo compartir el espacio que es de todos, y el
agua, en tanto recurso sagrado que sustenta la vida colectiva. Esa tarde, a
pesar de todas la precauciones que tuvimos, de camino a la casa que nos
albergaba fuimos emboscados por un pequeño francotirador de 5 años que,
apostado de manera estratégica en la entrada de su casa, nos lanzó de manera
inclemente todas las bombas de agua que celosamente había reunido en su
trinchera durante la mañana. Un rato después, mientras escurría el agua de mi
chaqueta, descubrí un brillo intenso en los ojos de Lucía, mi hija menor, quien
describía con orgullo cómo había esquivado el bombardeo, a la vez que preguntaba
con una sonrisa maliciosa dónde podría comprar una “carioca” para lanzar
espuma. Desde ese instante del 28 de diciembre hasta el 7 de enero, día en que
salimos de Pasto, el sentido del juego en el Carnaval de Negros y Blancos sería
objeto de acaloradas discusiones que nos acompañaron durante cada momento de
este viaje por el Sur.
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En el taller del maestro Zarama todo era
júbilo. Después de muchos tropiezos, el equipo había logrado terminar el
ensamblaje de la pieza más difícil de la carroza. Era la boca de uno de los
personajes que, instalada en un montacargas, podría ser articulada mientras la
locomotora avanzaba en el desfile. ¡Qué felicidad!, nosotros, lejanos
espectadores, no teníamos nada que ver con esto pero respiramos hondo cuando
entendimos que el equipo había superado su mayor dificultad. El ambiente entre
los vecinos era cada vez más animado, la música brotaba de varias casas y las
risas de los niños terminaban de aderezar el ambiente alegre que se vivía en el
barrio. Era 5 de enero, día en que el Carnaval hace homenaje a los negros; por
la calle deambulaban grandes y chicos con el cuerpo pintado, conmemorando un
legendario instante de libertad concedida a los esclavos en la época de la
Colonia. El panorama festivo fue similar en cada uno de los talleres que
visitamos, comunidades enteras volcadas con pasión en torno a aquel propósito
común. Tanto esfuerzo, de tanta gente, de tanto tiempo, ¿para qué? Al día
siguiente las carrozas recorrerían la senda del carnaval en unas cuantas horas,
muy pocas de ellas serían premiadas y luego, tan solo unos días después,
desaparecerían para siempre. ¿Por qué tanto empeño?, ¿para qué?, por el inmenso
e invaluable placer de hacer las cosas juntos, y por hacerlas, pensé; por la
misma razón que, finalmente, animó a mi hija pequeña a jugar en el carnaval,
por jugar.
con talco, es invasivo y agresivo”, había dicho de manera firme Laura, mi hija
mayor, al argumentar que no quería salir ni participar en el desfile de la
Familia Castañeda al que habíamos sido invitados como parte del Bloque
Mosqueteros de la Universidad de Nariño. Le había explicado que mientras
desfilara por la senda no sería alcanzada por el juego. Ella replicó, de manera
tranquila, que la maravilla del carnaval era que cada quien pudiera hacer lo
que quisiera, como quisiera y cuando quisiera, por eso era precisamente un
escenario de liberación. “El juego es transgresor porque esa es la esencia del
carnaval, ¡ahí está su magia!”, decía
por su parte Manuel.
no quieren ser transgredidos?”
entender su espíritu infractor”
el tiempo se sumaban más voces que matizaban las posturas radicales en uno y
otro sentido y surgían nuevas preocupaciones. Mientras preparábamos los
disfraces de mosqueteros, con aguja e hilo en mano, volvió a surgir el debate:
tienen miedo al juego?, no podemos espantarlos”
completo a lo que le parezca a los turistas, esto no es un espectáculo
comercial, es nuestro carnaval”
todo era más respetuoso”
de ser juego”
violencia”
otra parte, el carnaval solo la expresa a manera de catarsis, no es la causa de
la violencia”
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En una y otra versión escuché estos diálogos,
una y otra vez, mientras veíamos los desfiles, mientras corríamos para esquivar
el talco, mientras perseguía eufórica a los muchachos para desagraviar con
espuma el ataque del que había sido objeto; mientras intentaba convencer a
Laura de que entrara en el juego, solo por jugar. De regreso, en el carro,
mientras remontábamos la cordillera para llegar al Valle, pensaba que no es
posible llegar a una conclusión contundente, porque tal vez cada afirmación
tiene algo de verdad; pero que es una maravilla que el Carnaval propicie esta
discusión sobre cómo compartir y comportarse en el espacio público: hasta dónde
llegan los derechos de los demás, cómo deben concertarse y construirse las
reglas de juego, qué es el juego limpio, cuándo es hora, o no, de cambiar o de
volver a la tradición; cómo reconocer y responder a la pluralidad de
necesidades, aunque a veces sean contrarias; cómo encontrar el interés común en
medio de la diversidad. Toda una reflexión que igual aplica para la democracia
y para el resto del país, una lección inolvidable y profunda sobre cómo hacer
las cosas juntos.
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“Tenemos que cerrar, se hace tarde y nos queda
mucho trabajo por hacer, vamos a concentrarnos”; diciendo esto el maestro
artesano terminó de amarrar la cinta amarilla que limitaba el paso a los
visitantes. De allí salimos a celebrar la vida y a repuntar la noche junto a la
Bambarabanda, “Es el sur, es mi eterna morada, aquí espero morirme bailando”,
cantaban -cantábamos- todos. Sumida en el embrujo de esta música misteriosa,
que no dejaba de recordarme a Emir Kusturica, volví a ver cada una de las
escenas de los últimos nueve días: las calles coloridas; las Lajas, la
picantería en Ipiales, los años viejos en Túquerres, la Laguna Verde, la isla
de la Corota, los cultivos en La Cocha, la sonrisa cálida y abrigadora de los
amigos pastusos, las murgas que hacían honor a los ancestros y su vínculo
sagrado con la tierra, los mosqueteros en el desfile de la Familia Castañeda
conmemorando a los que han venido de otras partes, los personajes de las
carrozas a medio armar, el acento, los colores, los olores, los sabores; “es la
pinta, es el gesto, es el verso que escribo, es el vuelo que prendo en el
viento prendido” y el canto retumbaba
hasta en el corazón. Esa noche sentí que el Sur también era mío y que,
ese, era un buen lugar para dejar la nostalgia y volver a comenzar.
había llegado el momento del Desfile Magno, el sol brillaba y hasta el Galeras,
cerro tutelar de Pasto, parecía impaciente frente a lo que ocurriría ese día. Llegamos
a nuestro privilegiado balcón y, desde allí, pudimos observar cómo, al margen
de la senda, la gente se preparaba para jugar. De manera minuciosa todos
acomodaban sus elementos: las gafas, el sombrero, la ruana carnavalera, la
carioca con espuma y el talco cuidadosamente dispuesto en pequeñas bolsas. A
pesar de su postura crítica en relación al juego invasor y transgresor, Laura
había decidido asistir a este, el gran desfile, disfrutarlo por entero y
asumir, de manera desenfadada, la posibilidad de ser alcanzada eventualmente
por uno de esos proyectiles rellenos de talco. Ella, a su manera, también se
había convertido en jugadora y era estupendo constatar que el juego se prestara
para ser jugado de distintas maneras. ¡Zzuuuuum! sonó; giré rápidamente e
inmediatamente volví a oír, aún más cerca, otro zumbido y luego… ¡plaft!, el
golpe seco y opaco de la bolsa con talco al impactar contra el fondo del
balcón. Me asomé y vi abajo, en la acera del frente, a un chico de unos 16 años
que sonreía de manera pícara mientras preparaba su siguiente lanzamiento. Yo
también había entrado de lleno en el juego: acomodé mis gafas, mi capucha
protectora y mi sonrisa; y lo animé a que volviera a intentarlo, estableciendo
así un lazo de complicidad que nos vincularía el resto de la mañana, y durante
muchos años, a través de la memoria.
una polvareda espesa a través de la cual era difícil ver, había grupos que
jugaban entre sí, algunos de una manera muy fuerte, y otros más moderados que
habían escogido un objetivo lejano y desconocido como mi compañero de juego en
la acera del frente. Dentro del sendero se veía cada vez más actividad, el
movimiento diligente de la policía y el personal de logística anunciaba que
pronto pasaría por allí el desfile. Aunque me habían explicado que la gente
dejaría de lanzar talco y espuma, una vez comenzaran a pasar las carrozas,
estaba preocupada porque era evidente que ya venía el desfile y en la calle el
juego alcanzaba su momento más intenso. Nuestro balcón ya estaba completamente
blanco aunque, en realidad, solo una de las bombas había logrado alcanzarme
tangencialmente, para orgullo y felicidad de mis hijas. De un momento a otro el
sendero se despejó, la gente dejó de lanzar talco y, por un instante, se hizo
el silencio para luego dar paso a una explosión de júbilo, música y color. El
cortejo lo encabezaban unos simpáticos cuyes, roedores emblemáticos de la
región, escoltados por una pancarta que decía con orgullo: “Nariño Tierra de
Patrimonios”, en referencia a las Declaraciones de Patrimonio Inmaterial de la
Humanidad reconocidas por la UNESCO a este Departamento; al lado otro pendón en el que destacaba la
palabra “Paz”, anhelo colectivo de un pueblo que sabe muy bien que no se merece
la violencia.
Foto Carlos González |
Durante unas cuatro horas, en un fantástico
derroche de imaginación y creatividad, vimos desfilar la riqueza y complejidad
de esta región. Sentí que se me salía el corazón cuando vi aparecer, casi al
principio, al grupo de zanqueros de Tumaco acompañando a una vistosa y virtuosa
coreografía. Había estado allí hace unos meses, en la costa pacífica nariñense
y había hablado con algunos de estos chicos. Allí había oído, de primera mano,
los debates sobre las dificultades históricas para lograr la integración entre
el Nariño Andino y el Nariño Afro, y cómo esto se traducía hoy en una situación
de extrema vulnerabilidad para las comunidades del Pacífico Sur. Pero ahí
estaban, en la capital del Departamento, en el evento más importante del
carnaval, expresando con su música y su danza la necesidad de encontrar caminos
de mutuo reconocimiento y participación entre la diversidad. Por allí pasaron
también las Mojigangas, un grupo de hombres vestidos de mujer que, desde el
municipio de Funes, reivindican el valor de la tierra, el agro y el mundo rural
y ancestral de los Andes, el mismo que en su momento intentó articularse a
través del Camino del Indio o Qhapaq Ñan, no exento de enfrentamientos entre
los Incas y los Pastos, pobladores originarios de la región. Lo indígena, lo
afro y lo mestizo se entrelazaba en un festival de colores y sonidos, en una
clara y contundente declaración a favor de la vida, del espíritu festivo y del
infinito poder transformador de hacer las cosas juntos.
Foto Carlos González |
Uno a uno fueron desfilando los temas más
destacados de la agenda política, social y cultural de Nariño y muchos de la
Colombia contemporánea: el anhelo de la paz y la convivencia, la preocupación
por lo público materializada en las formas de habitar y compartir el espacio y
el territorio, el papel de la mujer y su capacidad de cuidar a los demás; la
tirante relación entre lo urbano y lo rural, la preocupación por lo ambiental y
la integración con esta humanidad depredadora y consumista y, en contraste, el
reconocimiento de valores ancestrales que expresan una comunión sagrada con la
Pachamama, la madre tierra. La participación de Colombia en el mundial, los
artistas y artesanos locales, la música del Sur: las quenas, la Guaneña, el
Miranchurito; Gabo entre mariposas amarillas, la fiesta como escenario de
expresión, visibilidad y diversidad o, dicho desde la otra orilla, la fiesta
como acto de resistencia a la violencia que acalla, invisibliza y homogeniza;
el carnaval mismo autorrepresentado: el fuego, los dragones, los duendes, los
que fueron, los que son, los que serán; el carnaval como reflejo festivo de un
pueblo y una realidad que expresa tensiones y diálogos entre lo que fue, lo que
es y lo que quiere ser; el carnaval como nuestro propio espejo que nos mira desde
el Sur y, desde allí, nos convoca y nos interpela como Nación, en relación con
aquel norte que quisiéramos trazar.
Foto Carlos González |
Mis hijas fueron las primeras en verla y
gritaron de emoción. Allí estaba, inmensa y colorida la locomotora, la Loco…
Motora, llena de alegría y abarrotada de gente que invitaba a la vida, a la
risa, al juego y a la locura carnavalera. La misma gente que, unas horas atrás
en el taller, se movía concentrada y sincronizada como una diligente colonia de
hormigas; la misma que meses atrás, como tantos otros años, había aceptado el
reto de entregar todo su tiempo disponible, su imaginación y su corazón, a un
proyecto que probablemente no les daría más que la felicidad de hacer las cosas
por hacerlas, juntos; por la certeza de que estas aventuras tienen sentido en
sí mismas, no en función de otro propósito; como tributo íntimo y personal a la
utopía y a las ganas de intentarlo y de lograrlo. Al día siguiente regresamos a
casa, y durante los 800 kilómetros que recorrimos de regreso, los cuatro
confirmamos que el viaje había valido la pena, que habíamos crecido, que de
alguna manera ahora también éramos parte del Sur; y que teníamos la inmensa
fortuna de tenernos, de estar y de hacer las cosas juntos.
Esta crónica recibió la Mención de Reconocimiento
Especial del Premio al Periodismo Cultural “Distintas Maneras de Narrar el
Carnaval de Negros y Blancos de Pasto” en su primera versión: 2015.
Nota original: