
Desde Nod
Por Alejandro García Goméz
pakahuay@gmail.com
Hace dos o tres días, yo le preguntaba, en chat de WhatsApp, a mi amigo:
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– Gustavo, ¿cómo va su salud?
– “Gracias. Voy en franco deterioro. La cirugía oftalmológica de hace 24 días parece que hubiera descuadrado mi ritmo de envejecimiento. Desde la alergia que hice a la anestesia en pleno quirófano hasta ahora, cuando apenas acabo de despertarme de la primera de las tres siestas que he quedado haciendo para poderme mantener en pie y no desfallecer del todo, lo único que siento es falta de ganas de todo. Por mi estricta disciplina hago las 3 comidas y leo y escribo como si tuviera ganas, pero sé que me acerco al momento en que me echaré con las petacas. Abrazo” -Su respuesta me ha llenado de tristeza.
-Gustavo, no sé qué decirle en este momento. Todo se me atraganta y se me quiere saltar por mis ojos, pero no voy a darles ese gusto.
Hoy, sólo se me viene a la cabeza la mañana o la tarde en que desconociendo todos los protocolos de la mecánica formal de un taller literario (del que en mi montaraz Sandoná, jamás había tenido ni la más mínima idea) y las normas de un concurso literario, igualmente no sólo desconocidas sino exóticas para mí, le llevé unas hojas de papel periódico, con un “cuento” transcrito con mi letra manuscrita; como título, le había puesto el nombre ficticio de la protagonista, que, en mi mente o quizá en la realidad, comenzando como trabajadora doméstica de una familia bien de Pasto, terminaba como “nochera” en una de sus calles, la del “20” o, mejor, como de “Las de El 20” (El 20 de julio, una calle o barrio del cetro de Pasto, calle brava y, en ese entonces, prostibulario también bravo, talvez hoy igual o un poco menos). Quizá mi narración había salido de alguna de mis aventuras, adornada con mis imaginaciones y con las conversas de mis terribles amigos, igual o más silvestres que yo, que me las habrían contado, seguramente, entre las barbaridades que nos hacíamos y decíamos. Siempre he tenido presente el nombre de “ella” (la del título), pero hoy se me ha cerrado ese cielo u homenaje ficticio que le di. El título, con un nombre personal propio para mi “cuento”, fue tomado de algunos de los suyos, en los que así lo hace. Era lo primero “serio” que yo escribía. Ya recordaré ese nombre y se lo haré saber.
Creo que lo redacté y corregí mientras dictaba clases a los estudiantes de una escuela campesina en El Ingenio (corregimiento, a 5 km de Sandoná), donde reemplazaba a su profe titular por su primera maternidad; la de mi hermana mayor; la de mi primer sobrino, Giovani Izquierdo García, qepd, mientras yo me encontraba de “brazos cruzados” por una huelga estudiantil en mi universidad, la de Nariño. El “cuento” lo pensaba y lo repensaba en cada uno de los 5 Km de ida y 5 vuelta, a pie, desde mi casa a la escuela (y viceversa), pero no me decidía a nada. Las razones: quizá la primera, porque nunca lo había escrito nada; y la segunda, la pienso ahora, porque son las palabras las que deben avisarle a uno, cuando ya las imágenes que se van creando empiezan a bullir y a ebullir (digo ahora, así me ocurre, que las palabras deben confluir con la imagen o con las imágenes, así pienso; quizá es a esa concordancia o confluencia de imagen y palabra a lo que le llamaron los antiguos “la inspiración”), hasta que me impulsé y lo redacté, lo “revisé”, “corregí” y lo transcribí (a mano). Así, de una, como un desayuno o un almuerzo con hambre o una tomada de trago, donde Ermínsul, con Ferney o con Cali o con Tripita o con Charol o con Pata Limpia o con el Negro López o con Gao o con el resto de cualquiera de mis sedientos amigos (algunos ya se fueron). Hasta ese momento era lo primero que yo “escribía”. Después de tanto tiempo transcurrido -creo que fue en la huelga de La refinería para Tumaco, 1970, o en la que “propusimos” el “Programa Mínimo de los Estudiante Colombianos”, 1971-, ya había pasado el plazo de las entregas del concurso; pero, como señalé, yo no conocía de protocolos ni de normas literarias ni de nada. Lo único que me unía a la literatura era sólo el hecho de que yo era un lector que disfrutaba y que vivía colgado de algún libro. No sé si voraz; quizá no tanto porque soy demorado, pero sí estoy pleno de que fui y sigo siendo un disfrutador de la lectura. Y quizá pensaría yo, entonces, “pues algunas semanas de más para entregarlo… No será ningún problema”. O quizá ni lo pensaría. Vivía feliz; vivía sin protocolos, feliz; sólo con las normas del respeto que doña Angélica y don Alejandro me inculcaron. Me presenté en su cubículo de profe de Torobajo y se lo entregué, como dije, transcrito a mano y en hojas de block, de las que nos regalaban Rosita o doña Alicia, las bibliotecarias, o alguna de las secretarias de buen corazón de nuestra facultad, para que presentáramos nuestros informes de los laboratorios de química o de biología o geología o similares o para que hiciéramos problemas de cualquiera de las químicas (de las que dictaban Almeida o Navas o Serrano u “Homo Cabagui” o el ing. Braulio César Montenegro (el “descubridor o verificador” del petróleo del Putumayo) o Luque, el Rolo de bioquímica, o de las matemáticas (no los recuerdo) o de la Física del italiano padre Fiori (“Nooo, jovenchito”).
(Digresión: el pasado jueves 27/nov/25, con mi amigo, abogado Jorge Coral, otro exseminarista como yo, fui en un fugaz viaje a visitar a mi tío abuelo Miguel Santacruz, a quien quiero mucho, y a algunos amigos que aún me quedan en mi Sandoná. Hicimos parada en un restaurante de El Ingenio, no para almorzar, porque no era la hora, sino para explicarle sus bondades a Jorge, así como en otra ocasión él me había servido de guía en otro sitio, en Bomboná, en la casona desde donde el coronel Basilio García dirigió la cruenta batalla contra Bolívar, que quedó “en tablas”. En El Ingenio, su dueño que estaba en sus ocupadísimas labores del campo, con amabilidad las suspendió para atender nuestras preguntas. Ya despidiéndonos me preguntó:
-Usted fue profesor aquí, “¿no cierto”?
-¿Cómo lo sabe?
-Fui su alumno -y me dio su nombre (el mío no lo había olvidado) y nos dimos la mano y la despedida se prolongó con otros nombres y otros hechos. Hasta aquí la digresión).
Así llegué donde usted esa mañana o esa tarde. Y, ahora pienso, con inteligencia, pero ante todo con visible “comprensión”, usted me hizo entender -sin señalármelo fastidiosamente- que el plazo de la entrega, hacía días o semanas que había pasado, pero sin herirme nunca (y que eran cosas irreversibles, algo tan sencillo, pero tan claro como el paso del tiempo y de los hechos); me dijo eso sí “yo te lo paso a la máquina y vienes por él, tal día” (según los cálculos de sus y mis clases). Desde eso supe que jamás se debía entregar algo a mano, profe, mi profe y mi amigo Gardeazábal.
Volví según lo señalado y recuerdo algo que me retumbó (y hasta ahora) cuando, mirándome fijo, me dijo: “tienes madera de escritor”. Buscó un libro de cuentos de García Máquez y le escribió, con esa picuda, inmensa y alborotadora letra que usted tiene, “A Alejandro, a su madera de escritor, para que aprenda con la lectura. Con aprecio, Gustavo”. Pasto…” y una fecha, que no recuerdo, porque alguien “se me perdió con el libro”, después de releerlo yo, claro.
Luego he seguido haciéndole conocer mis textos publicados, que ya van con la conciencia de la disciplina en el trabajo literario. He seguido escuchando sus opiniones diarias, a veces diatribas, que a los colombianos nos sacan de la comodidad del sillón, así estemos o no de acuerdo con sus tesis. Esas hacen parte de nuestros desayunos con mi esposa quien, al terminar de oírlas, discretamente asiente o disiente levemente con su cabeza. Releo sus novelas, que su amabilidad me las hace llegar con su autógrafo y en cada relectura encuentro elementos que anteriormente no he visto, elementos que descubro y escribo y que, en general, me parece que lo han asombrado a usted (porque ese es otro destino del escritor y del poeta, revelar el misterio de lo real, para que otros se apropien y los disfruten). Y publico esas ocurrencias en mis reseñas en mi columna Desde Nod.
Mi profe, mi amigo, mi querido Gustavo, perdone esta largura de texto que me sirvió para exorcizar mis ojos. Un abrazo.
Su respuesta:
– “¡Qué grato leer ese conmovedor texto sobre mi presencia en tu vida! Abrazo”.
-¿Puedo publicar esto?
-“Bien puedas”.
Nod, Medellín, 19.XII.25.
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