Por Ramiro García
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No es fácil opinar sin asomo de sesgo acerca de la situación caótica que vive la hermana república bolivariana de Venezuela, pues las elecciones pasadas arrojaron como resultado gráfico un país parcelado en dos segmentos muy polarizados. Hay cacerolazos y coñazos, por ahora. Quienes pronosticaron una abultada y contundente derrota a la oposición liderada por Capriles se llevaron un gran fiasco. Los pírricos trescientos mil votos de diferencia que el oficialismo se niega a recontar, así lo evidencian. Está suficientemente claro que no todas las políticas paternalistas recetadas por del difunto Hugo Chávez, bajo el amparo precario del subsidio, hicieron eco en el sentir popular, y si eso ocurrió, entonces la gestión del candidato-presidente Maduro ungido en los oscuros vericuetos políticos de La Habana no contó con la locuacidad, carisma, lenguaje y habilidades mediáticas del primero. En fin, el liderazgo no es transferible. Y no hubo tal “pela”.
Pues bien, conozco de primera mano, tras varios años de residencia en ese país, la angustia e indignación del pueblo venezolano por liberarse de ese yugo cíclico, corrupto, dominante y alternativo que padecieron de manos de adecos (liberales) y copeyanos (conservadores), quienes impunemente engullían la opulenta torta presupuestal de la Venezuela saudita de entonces.
Con alguna excepción –quizá, Rafael Caldera-, durante varias décadas la dirigencia política de turno ha distribuido inequitativa y arbitrariamente los recursos provenientes de la codiciada renta petrolera. Imposible ignorar la indignación, ira e impotencia de los descamisados habitantes de los cerros al observar desde sus precarios ranchos la francachela saudita y lujuriosa en los cocteles citadinos. La gran masa de esa Venezuela profunda recogía poco menos que migajas. Exactamente como los subsidios de nuestro país.
Providencialmente, aparece, entonces, en 1989, la figura esperanzadora del Coronel Chávez, quien devuelve la voz a esas mayorías ignoradas, aunque tras él ronda un séquito de lugartenientes integrado por pálidas figuras de la izquierda venezolana y muchos dudosos militantes oportunistas, aduladores y soberbios, con pretensiones de transferir improvisadamente a la realidad venezolana la anacrónica doctrina socialista cubana. Se asumió que la mayoría de la población podía ser canjeada electoralmente como beneficiaria de atractivos y simplistas subsidios, o incrementando desmedidamente el aparato burocrático, y mirando con desdén a los no chavistas y al sector privado; muchos de estos provistos de ingenio, creatividad empresarial, innovación, competencia y músculo financiero. Y entender que ambos bandos podían coexistir pacífica y ordenadamente. Y ahí fue Troya. Vino la desbandada que se acaba de expresar en los recientes comicios electorales. En una lucha francamente desigual. Por donde se mire.
La revolución bolivariana del siglo XXI, luego del desgaste propio de catorce años en el poder muestra una suma de errores: progresiva reducción de la producción de crudo; pésima o nula planificación del desarrollo; atropellada sucesión de expropiaciones; implantación del miedo como instrumento de poder; incremento escalonado de importaciones que oxidaron el aparato productivo; desabastecimiento de productos básicos; manejo absoluto de los medios; abultada deuda externa para financiar el enorme gasto público y subsidios populistas; inflación desmedida; inseguridad pública rampante, etc., y en el afán de ejercer soberanía y liderazgo geopolítico para el fortalecimiento de América Latina, las manos impúdicas y generosas extendidas a gobiernos decadentes como el de Christina Kirchner, Evo Morales, Pepe Mujica, Raúl Castro y del nada simpático Daniel Ortega. Obviamente, estos desfilaban sin ningún rubor por el palacio de Miraflores para recibir del Comandante generosos fondos representados en dinero o petróleo, muchos de ellos no reembolsables. O para cancelar con provisión de servicios bajo la modalidad de trueque. Tal vez los argentinos sepan qué tipo de servicios canjeó doña Christina por aquella abultada valija diplomática repleta de dólares decomisada en el aeropuerto de Ezeiza.
Indudablemente, no todo el proceso revolucionario es un desastre. En materia de salud, vivienda y educación, se han dado importantes avances. Que es un trípode determinante en el bienestar de la población vecina, pues los indicadores de gestión superan los registrados en cualquier país de la región.
Pero es indispensable un replanteamiento en el mecanismo de asignación de recursos, por abundantes que ellos parezcan. En todo caso, las fuentes no son inagotables, ni irreemplazables. Hay muchas alternativas energéticas, sostenibles ambientalmente. Y suficientes buenas tierras para impulsar el aparato productivo de alimentos.
Al nuevo presidente Maduro y su equipo, luego de reivindicar esa flaca victoria, les espera la nada fácil tarea de maniobrar un giro magistral en el timón de la política económica. Significa desmantelar políticas y programas bandera –léase, misiones-, por insostenibles.
Sin ajustes traumáticos, muy seguramente seremos testigos del fracaso anunciado de la revolución bolivariana. Con sus pros y contras.
Para empezar, la devaluación del “bolívar fuerte” ya constituye su primer gran error.
En la otra orilla, Henrique Capriles y sus adeptos demostraron, con creces, que son una fuerza con enorme y ascendente capital político, pero quizá no sea el momento indicado para enderezar ese entuerto. Se necesita desarmar a los casi 150.000 militantes civiles –paramilitarismo veneco- dispuestos a todo. Los milicos no miran con buenos ojos tanto desadaptado armado.
No es menos cierto que la oposición vencedora requiera más representación política en el parlamento. Equilibrar la fuerza legislativa. Y que los militares le “midan el aceite” a su nuevo bravucón y hosco comandante en jefe colombo-venezolano.
De otra parte, se critica que Nicolás Maduro no haya frecuentado la Academia Militar ni la Universidad. Un presidente para la Venezuela actual, con esas carencias, es un hándicap que capitalizarán sus opositores, que son muchos. Le urge armar un nuevo equipo con funcionarios competentes, pero en el PSUV también hay clientelismo y corrupción a manos llenas, como en la izquierda colombiana. Lucho Garzón, Petro y los hermanos Moreno Rojas lo saben muy bien. Estos últimos, muy competentes en esas impropias habilidades.
En fin, mientras los nuevos sucesos tienen un aceptable desenlace, añoro estar sentado al final del día, en el Gran Café del cosmopolita boulevard caraqueño de Sabana Grande, tomando un “guayoyo” (café express), bajo la fresca brisa marina que desciende del cerro tutelar El Ávila después de las cinco de la tarde.
Columna publicada en marzo de 2013