Por Juan Carlos Botero
Tomado de www.elespectador.com
Es la amenaza más sonada de nuestro tiempo. Suele nacer del temor al socialismo y procede de los sectores más reacios al cambio en las políticas sociales. Mucho cuidado, dicen. Si hacen eso o si votan por ese, “su país se volverá como Venezuela”. Más aún, dada la frecuencia de la alarma y el pánico que genera, se podría creer que terminar como el país vecino es inevitable. Sin embargo, uno nunca escucha la pregunta obligatoria: ¿cuántos países se han vuelto, en efecto, como Venezuela?
Quizás ninguno. A pesar de que la mayoría de los gobiernos de América Latina hoy son de izquierda, pocos han seguido el rumbo del país vecino. Esto no significa que varios de sus líderes no hayan cometido graves errores. Y algunos, como Daniel Ortega de Nicaragua, son infames dictadores y criminales. Pero volverse como Venezuela pertenece a otra galaxia del error y de la infamia.
No me malinterpreten: entiendo el temor. Venezuela es una dictadura corrupta que prohíbe la crítica y encarcela a la oposición, que manipula y falsea elecciones, que ha generado el éxodo de siete millones de ciudadanos, que tiene a la mayoría del país estancada en la pobreza, que tiene la tasa de inflación más alta del continente y la segunda más alta del mundo. Las gestiones de Chávez y Maduro han sido un rotundo y claro fracaso. ¿Pero cuántos países, en particular de izquierda, han llegado a los extremos de Venezuela? Y si el peligro es tan real y el desenlace tan seguro, ¿no existirían varios ejemplos ya?
Aun así, la amenaza suena y resuena. Es la que Trump repite a diario: “Si votan por los demócratas, EE. UU. se volverá Venezuela”. Y en Colombia la derecha la esgrime para deslegitimar propuestas o candidatos progresistas. Esta amenaza ha servido para asustar y disuadir a la población de poner en práctica políticas e iniciativas que en Europa, digamos, no se cuestionan. Como ofrecer salud y educación gratuitas, vivienda popular, o subir los impuestos a los más adinerados para que la sociedad sea más justa y equitativa.
De ahí a que un país se vuelva como Venezuela, hay un abismo. Porque, para que eso suceda, se requieren dos cosas. La primera son graves errores políticos y la adopción de modelos económicos obsoletos. Eso lo han hecho unos, sin duda, como Bolivia y Argentina. Pero la segunda es más difícil, porque son circunstancias específicas del país vecino que pocos comparten. Por ejemplo, la dependencia casi exclusiva de la economía en un solo producto, tipo el petróleo; una gran debilidad institucional y una falta de contrapesos autónomos; un Estado de derecho ineficaz y una cultura política caudillista; una oposición sin tradición y una élite corrupta como ninguna.
Lo cierto es que pocos países en América Latina cumplen con ambos requisitos, pues tienen contrapesos más fuertes, economías más diversificadas, cortes e instituciones más sólidas, y una sociedad civil más beligerante. Por eso es improbable, así se cometan graves equivocaciones, que terminen como Venezuela. Y no hablemos de EE. UU. En Chile y Perú, por decir, los recientes errores de sus presidentes fueron atajados por la ciudadanía o por la rama legislativa.
En resumen, todo parece indicar que lo de Venezuela es un mito. Puede pasar, claro, pero no es probable. Por eso es hora de descartar esa alarma de una vez por todas.