Buscando el alba

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Rincón consaqueño
José Rodrigo Rosero Tobar
roserotobarjoserodrigo@gmail.com

La noche estaba calmada. Los sonidos del río con su quejumbre constante parecían acompañarme permanentemente y parecía también extender su mirada penetrante hacia el lugar donde me encontraba. El profundo silencio, interrumpido por los potentes quebrantos del río, me sobresaltaba aunque ciertamente no me atemorizaba.

La luz de la luna se filtraba opaca entre los arbustos proyectando tenuemente su sombra en la lejanía. Había llegado hasta la hondonada tomando un estrecho camino cuando el día en estos contornos se aleja lenta pero inexorablemente hacia lontananza, sendero que rodeado de pajonales inciertos descendía de manera constante hasta llevarme a la rivera de un caudaloso río. Quería encontrarme con el alba y mirar la belleza que me habían comentado irradiaba, imaginándola reluciente, sin pestañear, erguida, despierta, esbelta, hermosa sin igual.

El río, que aflora con sus aguas cristalinas en una lejana distancia, desciende con aire de intrepidez constante, apresurado y quejumbroso, raudo y veloz; se baña, durante su trayecto con su gracia montañera, presentando así su mejor expresión: nostálgico y alegre, despectivo y afectivo, implacable y complaciente, sensato y caprichoso, noble y fecundo. Enclaustrado en un profundo cañón, arrulla la vida con el ritmo atronador de sus quebrantos, pule silencios, copia cielos claros en sus descansos y se diluye con sus lamentos en el inmenso océano.

La naturaleza agreste del lugar, no deja de maravillar. La silenciosa soledad y la profundidad del cañón producen vértigo. Las cavernas formadas por la fuerza de la corriente, el agua que con fiereza golpea las rocas, y que luego se diluye y se marcha cadenciosa y apacible hacia occidente, son cosas que le dan un tono de pinceladas mágicas al lugar.

La brisa proveniente del océano que se desliza silenciosa por el cañón del río me sobresaltaba tenuemente. El silbido de una serpiente quejándose que me atrevía a usurpar sus dominios me hizo estremecer. Me quedé completamente quieto hasta darle la seguridad que no era mi intención arrebatarle la tranquilidad de sus parajes y que más bien tratáramos de hacernos compañía mutuamente.

Aunque pensaba que estaba completamente sólo, lo cierto era que la compañía me asechaba desde todos los rincones de la estancia y miradas no miradas me señalaban como el usurpador de estos contornos seculares.

Sentado en una ancha roca, mientras le hacía trampas a la impaciencia, un sueño ligero me atrapó en sus fauces y miré a mis ancestros poblando la región, miré a los invasores españoles en su avance por el cauce del río, marchando penosamente buscando alcanzar el océano, pero dejando a su paso miseria y desolación, llevándose consigo todo cuanto encontraban de valor.     

Una leve corriente de aire me hizo estremecer y me despertó abruptamente de mi letargo, mientras gotas de rocío salpicaban mi cara y se extendían por mí cuerpo aletargado.

La noche había avanzado, un gallo a lo lejos anuncia la madrugada, gritando que son las cuatro, mientras otro le contesta con voz malhumorada, son las tres y no las cuatro no confunda la gallada; otro replicaba a lo lejos a la contienda desatada, son las tres y no las cuatro, no importa la hora inventada, dejen dormir tranquilos la noche está que se acaba.

Una hora pasa luego, el infinito se apaga, la negrura aparece, el silencio casi espanta, una mariposa que pasa en raro paseo nocturnal estremece con sus alas el silencio sepulcral, una luciérnaga errante ilumina en su rondar con sus luces incipientes el espacio sideral, se escucha de la serpiente mi compañera letal sus ronquidos imperceptibles de su sueño colosal, pero llega un momento fugaz, de fantasía soberana, la estancia se ilumina, las montañas se levantan, se dibujan tenuemente, se sonríen y arrebatan, ha llegado un nuevo día, la noche se espanta y se marcha.

Consacá, 17 de noviembre de 2022

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