Por Vicente Apráez Apráez
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Con las galas de su remodelación incorporadas a su esencia, el parque de San Andrés acoge las modernidades y recupera su ancestral categoría. Esa de Rumipamba, que como tal, mejor rima con su rígida estructura colonial. En cuanto ese parque se integra a la carrera 27, será la mano siempre estará dispuesta a rescatar esos blasones que Pasto, antes de la fatal sentencia, en mérito de su prosperidad compartió con Cartagena, Tunja, Mompox, Popayán y Santa Martha.
Hasta hace poco, dentro de la pequeña plazoleta se advertían vestigios de ese centro de autoridad desde el cual se dispensaba autoridad y gobierno. La parroquia con la comunidad, supieron manejar la convivencia y armonía prevalecientes entre españoles y criollos, y merced a las dispensas otorgadas por el obispado de Popayán, desarrollar el mensaje dado por la preciosa imagen que algún andante dejara olvidada en ese cruce de caminos, y erigir en el santuario la capilla.
Desde épocas inmemoriales, en San Andrés se concentraron los jolgorios, mercados y reuniones, que por conducto de sus caporales, priosters y fiesteros organizaban señores y encomenderos. Entre tantas, con especial esmero, las fiestas patronales de San Juan; de la Dolorosa en su día, y los años viejos del final del año y advenimiento del siguiente. Durante esas, unos y otros compartían generosas viandas de fritada, choclos, cuyes, empanadas y puerco horneado, con las cuales habría de fomentarse la rica cultura gastronómica, que en paralelo con la lúdica hispánica, se traduciría en tientas de novillos, riñas de gallos, vacas locas, castillos de fuego, palos encebados y marranos engrasados, que entre tantas darían pauta al surgimiento de aquellas esas expresiones artesanales, cuya fusión sincrética de rituales cristianos y paganos, tendría inmejorables intérpretes en los carnavales.
Sin embargo, las solemnidades por excelencia, tal como a la presente llegaron, radican en la procesión que con posterioridad al rezo de las estaciones y el sermón de las siete palabras, convocan a la veneración del Santo Sepulcro cuya maestría artesanal se patentiza en la carroza dorada de la Catedral Mayor. Esa procesión cuyo epilogo luctuoso corre por cuenta de la banda sinfónica, con los acordes luctuosos de la marcha de Chopin despide el paso de la Dolorosa de San Andrés.
A la hora de la oración del día siguiente, una veintena de legionarios conduce el anda de la Virgen Dolorosa, cuando acompañada por numerosas damas va por las calles que en lento ritual conducen hasta San Agustín. Allí, la regia matrona vestida de purpura, con su corazón cruzado por argentos puñales, extravía su mirada sobre los perfiles del sol sobre el Galeras. La Dolorosa, levitante y con la expresión dejada por las lágrimas que tatuaron su rostro, proyecta imágenes capaces de conmover los más recalcitrantes agnosticismos. En cuanto la escena transcurre envuelta por las lúbricas simbiosis del conjunto, el bullicio se confunde entre los babilónicos lamentos y las repetitivas jaculatorias. La Virgen Dolorosa de San Andrés en su rictus junta su llanto con el de tantas mujeres que, con las “locas de Mayo”; las “madres de Soacha”; las de La Escombrera, y cuántas y cuáles más que, a lo largo y ancho del orbe, en su desespero claman justicia por la irreparable pérdida de esos hijos que, en aras de inconfesables perversiones, por lo siglos de los siglos siguen siendo crucificados, sacrificados, fusilados, torturados, explotados y/o vilmente desaparecidos.
Al igual que en los templos de la edad media, también en el de San Andrés, millares de cirios votivos disipan las penumbras que insinúan perfiles de esos que en su postrer adiós, allí marcaran sus improntas. Largos silencios que se apagan ante los tiernos gemidos que desde las pilas bautismales acuden a la escena. Esto, sin que por añejas que fuesen para sus circunstanciales actores, borren el recuerdo de irresponsables arrebatos, que, bajo el embrujo de fantasiosas formas, allí materializaron aquellas liviandades que al producir milagrosas siembras, vaya ironía!!!… quién lo creyera!!!, en cuanto fructificaron, con los hijos, sus parejas, nuestros nietos y sus hijos, además de validar nuestro paso por la vida, a fe que le han prestado invaluable soporte.
II El ciprés que preside el parque
En el centro del magnífico escenario de Rumipamba, airoso se yergue el enorme ciprés que, desde su siembra dada a inicios de 1970, sin pausa se convirtiera en insomne guardián de indecibles saudades. Este, en su condición de insular sobreviviente del hacha que en la remodelación blandiera su furor, altanero hiso valer su condición de amo y señor, y a los ejecutores inspiró derroteros que a la obra no solo auguraron afortunados resultados, sino la posibilidad de expandir el parque hasta entonces aprisionado entre anacrónicas construcciones.
A quienes fuimos sus mentores, el árbol nos licencia a compartir intríngulis de lo sucedido allende los años, cuando en el huerto de la casa paterna vecina a San Andrés, quizá traída por las brisas, de golpe apareció la matita que gracias a sus singulares encantos, para todos, y en espacial para mis pequeños hijos: Diego de casi seis años y Adriana de tres, habría de ser objeto de predilección. Ese ciprés, con sus propias fortalezas no solo enfrentó las contingencias del desolado parque, sino que señaló el instante en que habríamos de librarle del tarro que después de brindarle soporte, también fuera su tormento.
En atención a la insistencia con que los niños requerían el trasplante, la siembra finalmente se efectuó una mañana del mes de junio, cuando provistos de cuanto chuzo pudimos encontrar, gozosos fuimos hasta San Andrés dispuestos a ejecutar tan obligante encargo. Una vez allá, Diego, asumiendo la autoridad derivada de su mayorazgo, sin requerir permiso alguno, impuso que había que plantar el árbol en el mismísimo centro del lugar. Por su parte la nena, en espontáneo derroche de la gracia y fulgor que desde entonces irradian sus bellos ojos glaucos, de la tarea hizo toda una fiesta cuando con su media lengua, comenzó a tararear esas canciones que, aprendidas en el instituto preescolar San Jorge, referían cuentos de los habitantes patagónicos, que con duendes, hadas y elfos, reinaban en la Quebrada de Humahuaca. – Curiosa coincidencia de la vida, cuando muchos años después, al recorrer con ella y Frédéric los indescriptibles parajes argentinos de la provincia de Jujuy, en una curva del camino que al salir de La Garganta del Diablo conduce al Cerro de los Siete Colores, intempestivamente tropezamos con los predios que, marcados con el nombre de la Quebrada de Humahuaca nos transportaron a mundos colmados de gratas añoranzas. –
Retomando el cuento: de entre los entretelones de la memoria rescatamos momentos, en los que después de luchar para vencer las rigideces del suelo, literalmente agotados; embadurnados del lodo y con las manos ampolladas, al fin nos sentimos satisfechos de encontrar alojo grato a nuestra frágil criatura. Ansiosos por compartir detalles de semejante aventura, al regreso a casa lo hicimos invadidos por la más extraña sensación de alegría, remordimiento y culpa. Culpa, ante los temores y/o certezas de que, además del gran vacío que el arbolito había dejado en nuestro patio, desde esa noche se debatiría entre indecibles asechanzas. De esas cavilaciones que viajaban acompañadas de gran satisfacción, nos sacaron los gritos de Adriana, cuando con su revoltijo de consonantes y vocales reclamaba la presencia de la mami quien, a esas horas, aperada de refrescos y estropajos nos aguardaba a la entrada de la casa: Mami… maammiii… mamitaaa… Mariuuu…: allá en el parque, cerquita de la iglesia dejamos la matica… Y aquí que Diego irrumpió: sí mami, allá, frente a la tienda de los pirulíes y los volantines, con el papi dejamos enterrada la matica del tarro, y… Y, cuando arrepentidos y al borde de una pataleta quisimos rescatarla… a Adri y a mí nos dijo, que, en vez de lloriqueos, debíamos comprometernos a que, además de visitarle frecuentemente, jamás íbamos a olvidarle. Y que además supiéramos, que con los años, ese ciprés iba a ser el mejor y más grande árbol de ese parque…, tan grande y fuerte como la mismísima torre de la iglesia”, esa que para nosotros parecía un rascacielos…
Quién para prever entonces qué, en sus inescrutables designios, la existencia reservara imprevisibles rumbos. Esos, que siendo extremos se darían al precio de sacrificar nuestra permanencia en tan amados lares. Sin embargo, y como si tal todo siguiese siendo inalterable, los niños disfrutaban del amigable ambiente de la ciudad, en la cual cada día transcurría sin que a nadie importase sí el hoy era diferente al de ayer, ni el ayer se pareciese al mañana, mientras que nuestros proyectos se concretaban a las actividades generadas por su propia dinámica.
Dentro de esas cotidianidades, un día la familia, fue gratamente sorprendida por la visita de una blanca cigüeña, que cansada de desafiar distancias, mientras peinaba su blondo plumaje, anunciaba la llegada de la tierna criatura que plácidamente descansaba en la cunita de mimbre que María Eugenia había preparado para recibir a Gustavo. Este que pronto se convertiría en centro y razón del conjunto marcado por los designios pendulares que, a su arbitrio trazaron nuevos horizontes. Sí de evaluar las repercusiones derivadas de renunciar a tanto para incursionar en inescrutables mundos se tratase, además del desarraigo, es preciso reparar en lo drástico de cambiar esas rutinas matizadas por el cálido entorno de familiares y amigos, e ir en busca de lo desconocido. Y, después de muchos otros sacrificios, prescindir de los bucólicos arrullos prodigados por los amaneceres presididos por la imponente figura del Urcunina, y esos atardeceres bajo los sin iguales marcos de los policromos trazos dejados por los cueches, cuando con los últimos rayos del sol se disputan el horizonte. Que difícil será cambiar el alegre triste de nuestros requintos, zampoñas y cununos, para adoptar sones que hermosos que fuesen, serán siempre ajenos. Como renunciar a los arrullos poéticos de Aurelio Arturo, Luis Felipe de la Rosa, y Alberto Quijano, y a los devaneos verbales del maestro Ignacio Rodríguez Guerrero. Que pesar del gracejo de las gentes que parecen masticar las erres, y el deleitante sabor de nuestros tragos y comidas. Y, sumado a eso, a cuanto por toda la vida formara parte esencial del entorno social y familiar.
No obstante, las alusiones que en la nueva casa constantemente se hacían respecto a las costumbres y entrañables personas que allá dejamos, así en sus añoranzas siempre estuviese vigente, nadie se atrevía a mencionar el ciprés del parque. Sin embargo, dadas nuestras irrenunciables conexiones con Pasto, ninguno ignoraba que en cualquier momento alguien tropezaría con tan preciado objeto de nuestros afectos. El turno me correspondió, cuando al pasar cualquier día por San Andrés, a lo lejos aprecié una figura que bamboleada por el viento me notificara, que por nuestra culpa moraba en ese sitio. Con esa percepción a filo de boca llegue a Bogotá, pero cuál no sería mi desconsuelo, cuando dentro del usual catálogo de preguntas que sobre los viajes se hacen, en esa ocasión ninguna estaba referida al árbol del parque. Seguro del fondo nostálgico que el hecho entrañaba, percibí lo difícil que para todos era abordar tan espinoso tema, y lo evidente de que cada intento sería un desgastador esfuerzo destinado a estrellarse contra esas murallas que en su aparente frialdad, no eran sino barreras interpuestas por lo afectos contrariados.
Muchísimos soles alumbrarían, antes de que esas añoranzas se materialicen como en efecto sucedió al momento en que, Diego, desandando con su prole esas calles de gentes nuevas y estrechos andenes plenos de fantasmas, de la mano del entrañable afecto por su ciudad detuvo su paso frente a la iglesia catedral, y con todos fue a visitar la cripta donde yacen los restos de sus abuelos paternos. Una vez cumplido ese ritual del alma y de la raza, por segunda vez puso a prueba sus nervios frente al hogar que en su infancia fuera el templo en que su abuelo Mardoqueo impuso las improntas de su reacio carácter. Con nuevas fortalezas alentadas por las brisas que desde el oriente soplan, con la garganta seca y el corazón henchido, tomó valor antes de confrontar al consentido de su niñez. Al llegar a la esquina de la calle 17 con carrera 28, desde la distancia percibió el llamado filial de ese que, desde su pedestal de Rumipamba le convocaba. A falta de sus hermanos ausentes, quiénes mejor qué sus pequeños hijos: Juan Felipe y Pablo pudieran ser mejores circunstantes para que en compañía de su madre Luz Amparo se involucrasen dentro de contextos que desde siempre les pertenecen.
Había llegado el momento de desnudar el alma, cobrar réditos y explicarles que esos momentos estaban a punto de reunirse con un ser cuya existencia encarnaba sacrosantos recuerdos de su infancia. Sobre las hojarascas provenientes del árbol, Diego, prodigo en detalladas disquisiciones matizadas por variopintas anécdotas comenzó diciendo: “han pasado más de cincuenta años desde el momento en que en compañía de su tía sembramos a este, que aquí y ahora nos permitirá hacer que esta visita sean la mayor realización de nuestro viaje a Pasto”.
Tras ese emocionado preámbulo, incitados por las voces provenientes del crujiente leño abatido por el viento, los tres, durante largo tiempo permanecimos abrazados al rugoso tronco que misteriosamente, y a manera de respuesta vertía resinas salidas de las cicatrices dejadas por soles estivales y gélidas noches de viento, lluvia y hielo. Eran lágrimas emanadas de su alma vegetal, que pronto se fundirían con las nuestras y los abrazos a los que, con los ojos empapados se sumaba Luz Amparo. De esa manera copiosos torrentes se encargaron de humedecer las metáforas que acompañaron nuestro reencuentro con el inmenso árbol del presagio. Tan alto y fuerte como la mismísima torre de la iglesia, desde donde todos los amaneceres, y a la hora de la oración, las campanas repican el ángelus…
III La remodelación del parque
En torno a su remodelación, en sus detales encontré curiosa sincronía con los trabajos y acabados arquitectónicos adosados al conjunto, y sus resultados permitían inferir la intervención de personas distintas a quienes allí fungían como ejecutores. Así las cosas, como quiera que permanezco expectante de cuantos cambios ocurren en mi terruño, después de reparar en que parecidas características están presentes en diversos componentes materiales y vegetales de los jardines del Café de La Catedral; sin respuestas que satisfagan mis hipótesis, ni posibilidades de debelar la identidad del artífice de esos direccionamientos, de mi propia cosecha he deducido que, entre esas coincidencias pudiera esconderse el secreto. Mi intuición condujo mis pasos hasta los jardines de La Catedral, donde refundido entre arcos caprichosamente formados por rosales y enredaderas, concentrado no solo en develar el encono con que las espinas montan guardia en derredor de los delicados pétalos de las rosas, o en estudiar cuantas formas reproductivas y caprichos genéticos guían la conducta de los blancos magnolios y sus variantes lilas, sino en descifrar los fundamentos de la voracidad con que, lenta pero seguramente: hiedras, helechos y madreselvas, se empoderan de los muros que a su paso se atraviesan. En medio del maremágnum que caracteriza el trabajo de los iluminados por la naturaleza, se encontraba mi amigo Carlos Bravo, celosamente preservando sus tesoros integrados por variadísimas especies conseguidas en sus asaltos furtivos a parques y antejardines de Bogotá, Barcelona, Madrid, Londres o Washington.
Con los frutos de sus empeños visibles en sus primorosos jardines, el ingeniero no solo alienta sus años otoñales, sino que encuentra solaz en las fórmulas con que además de escapar de las recurrentes banalidades de las parroquiales tertulias de su café, mejor aquilata su espíritu romántico. Mientras, gracias a su madurez y experiencia, de paso dosifica las alquimias con las que apacigua las efervescentes bravuras de estos suelos volcánicos. Esos haberes, no solo le hacen acreedor a merecidos reconocimientos, sino que dan razones para desmentir la injustificada fama de cascarrabias que le acompaña.
Fue mi obstinación el acicate con que logre sacarlo de su obstinada idea de convertir los rastrojos de Pinasaco en realidades urbanísticas, y ayudarme a dilucidar mis necedades sobre la remodelación del parque de San Andrés, como aun así se llamaba. Ya en el sitio, comprobé que Carlos, efectivamente estaba investido del respeto que obreros y sobrestantes reservan a sus directores. De esa manera, después de franquear las lonas, con suficiente propiedad me explico detalles que indudablemente conocen los ejecutores. No obstante, que esas evidencias me servían para confirmar mis sospechas, por experiencia se, que a pesar de eso, el desprendimiento y modestia con que Carlos siempre ha asumido su importancia, le mostraran reacio a reconocer concurso en los resultados visibles. Este amigo de toda mi vida, es de quienes, por encima de honores o lisonjas, preferirá continuar reputándose como obsecuente admirador de esos rincones que concentran afectos que, desde nuestra ya lejana infancia cultivamos en los jardines de nuestras casas.
Diciembre de 2024