El hombre trompeta

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Por John Jairo Rodríguez Saavedra

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Sonaban trompetas. Todo el día sonaban trompetas. Uno caminaba por la parte derecha de la plaza de mercado y se las escuchaba a toda hora. Salían de una casa humilde con sala de baldosines amarillos y violeta y bancas largas de madera. La puerta siempre estaba abierta, y en la sala, don Rafael Castillo, sentado como Jesús entre los doctores de la ley, con sus alumnos, niños en su mayoría, que empezaban a interesarse en el arte de la música.

No sé cuántas veces pasé por ahí en mi niñez, en mi adolescencia y en mi juventud. Y no sé cuántas tampoco vi a don Rafael caminando por las calles del pueblo, tranquilo, como si fuera una persona normal. Pero don Rafael no era una persona normal. Era una especie de dios venido de otro mundo que era capaz de romper todos los silencios de las tardes sandoneñas con su trompeta y de transformarlas en momentos casi medicinales. Ahora que lo pienso, creo que las tardes más medicinales en la Sandoná que recorrí hace algunos años, eran las que estaban intervenidas por la magia de la trompeta de don Rafael.

Pocas veces hablé con él. Era tímido. Le costaba hacerse a la conversación. Pero cuando tocaba la trompeta, armaba diálogos que trascendían lo terrenal. No tanto cuando recorría las calles con la banda municipal o con sus otros grupos musicales, amenizando las fiestas religiosas y paganas, sino cuando lo hacía solo, en la sala de su casa de baldosines amarillos y violeta y bancas largas de madera. Allí era cuando don Rafael sonaba su trompeta y las notas parecían derrumbar paredes, techos, postes de luz, y lograban que la Sandoná, una vez en ruinas, pudiera ser sublime.

Su legado artístico más grande quizás no es el grupo inmenso de hombres y mujeres que aprendió de sus clases musicales y que ahora es su extensión, sino su imagen de hombre-artista. El peso mayor está en su ser, en su existencia, en la fuerza de su persona. Lo más parecido al disfrute de su trompeta lo encuentro ahora, guardando todas las proporciones, en Chet Baker. Más allá de si Baker fue arrojado o se lanzó del tercer piso de un hotel en Ámsterdam, lo que me importa hoy es su trompeta. Don Rafael es, para mí, el Chet Baker de nosotros. Una amiga suya alguna vez dijo: “Chet tenía enganchadas a todas aquellas mujeres, como si fueran drogadictas”. Y don Rafael, a mí, me sigue teniendo enganchado a su trompeta peor que a un drogadicto.

Hace unas horas me dijeron que don Rafael Castillo ha muerto, y pienso que sólo cuando un artista como él nos deja, realmente nos enfrentamos a la soledad. Esas son las ausencias vitales, las que nos enfrentan con nosotros mismos, pero a partir de faltas y de vacíos notables y llenos de tanta fuerza que ya no podemos rearmarnos nunca. El vacío nos llega, se nos pega al cuerpo, tuerce nuestra historia, y no nos deja otra posibilidad distinta a aprender a vivir así, sin él, como si su ausencia fuera nuestra nueva enfermedad.

Author: Admin

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