“La última y nos vamos”

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“La última y nos vamos” de Esteban Coronel, es un cuento de drama y terror que se publica por primera vez en la indexada revista “Expresiones” de la Facultad de Educación de la Universidad de Nariño, cuya temática, escenarios y personajes son propios del contexto urbano. A lo largo de la historia se presentan temáticas particulares de la realidad psicosocial, como la bohemia, el desamor y el crimen, que son transgredidas meticulosamente por la ficción en pro del trabajo artístico y la composición literaria.

“La última y nos vamos”

– Profe, cante canciones tristes, que la noche es larga – decía el joven John, un exalumno del colegio donde yo trabajaba en ese entonces, quien bebía desconsolado porque su novia se había ido a estudiar a una ciudad lejana y hacía más de un mes que no sabía nada de ella. “No volverás, no volverás porque tú ya me olvidaste…” coreaba el pobre muchacho, mientras levantaba la copa rota por la ausencia de su amada. Mi compañero Isaac, quien era profesor de matemáticas, y yo, habíamos comprado una botella de ron y nos sentamos en un parque a tocar guitarra. Fue ahí donde llegó el susodicho jovenzuelo a fumar su marihuana, y entre saludo y conversa, terminó quedándose a beber con nosotros. Hablamos de los amores perdidos y cantamos boleros tristes e inmortales, de esos que amparan el luto en las cantinas cuando llega la madrugada, cuando no queda más remedio que servirse otra copa, para embriagar las tristezas que nos carcomen el alma.

Cuando el licor estaba a punto de acabarse apareció el viejo Navajas, un tipo agresivo y pendenciero que se parecía tanto en lo físico como en lo borracho al escritor Charles Bukowski. La verdad es que no escribía poemas ni nada, pero le gustaba beber y hablar de la vida, como a la mayoría de personas que buscan consuelo alterando sus estados psicoemocionales con el licor o con lo que sea. Mis amigos se pusieron naturalmente nerviosos con su presencia, pues todos en el pueblo sabían que en sus tiempos de juventud, el viejo había matado a su mujer y a su amante con un cuchillo de carnicero tras haberlos encontrado en una situación comprometedora en su propia casa, y que estaba libre porque jamás encontraron sus cuerpos.

Todo aquel que conocía esa historia prefería evitarlo y no meterse con él. Pero, a pesar de que su miedo era entendible, cuando me miraron saludarlo de manera natural y servirle un trago, tanto mi compañero como el chico retomaron su compostura y se tranquilizaron. Meses atrás, en una de tantas borracheras, el viejo y yo habíamos tenido una charla acerca de la ambición y de la muerte, y todavía se acordaba de mí, entonces se me acercó, miró la botella y dijo:

– Tranquilo mijito, que si ésta es la última pues nos compramos otra. Yo la gasto.

– Por mí no hay problema. No sé ustedes…– les dije a mis amigos.

– No, yo creo que esta es primera y última. – Respondió Isaac, mientras sacaba su celular para contestar una llamada.

– ¿Por qué? – le pregunté, intentando persuadirlo.

– Mañana tengo que viajar con mi mujer de madrugada.

– Ah, es que ahora ya le dice: “mi mujer”. Vea pues.

– No jodás. – fue lo último que dijo antes de apartarse de nosotros para atender sus asuntos personales.

– Yo sí quiero beber. Compremos otra, profe. – dijo John, sirviendo la última ronda.

– ¿Es que no escucharon o qué? Les estoy diciendo que yo la gasto. ¿Qué es que piensan, que no tengo plata o qué? – Repuso el viejo Navajas, levantando la voz.

–   No pues muchachos, tomémonos otra botellita y ya nos vamos. – Les dije, mientras le encargaba la guitarra a Isaac y me disponía a acompañar al viejo en la misión.

Compramos el licor en la tienda más cercana y regresamos rápidamente con Isaac y John, quienes habían estado algo distantes en nuestra corta ausencia. Destapamos la botella y servimos unos buenos tragos mientras cantábamos: “No volverás, no volverás porque tú ya me olvidaste…” salando y devorando las heridas del melancólico jovencito, quien levantaba fervorosamente la copa mientras coreaba su canción y miraba turbiamente a las estrellas, como si tratara de encontrar en ellas una explicación para su desventura.

– Con ese tema me acuerdo de Laura, profe. – dijo el chico, entre el coro y la segunda estrofa de la canción.

– Esa salió cuando yo era joven. ¡Es muy linda! –. comentó el viejo Navajas, mientras tomaba asiento y se frotaba las manos.

– No entiendo por qué estás tan triste, muchacho, al fin y al cabo a todos nos dejan alguna vez –. dije en voz alta, para darle ánimo a nuestro joven amigo.

– Eso ya se lo entiende después, Héctor, el muchacho está apenas con el despecho–. dijo Isaac, guardando su teléfono y llegando nuevamente con nosotros.

– No habla con ella desde la otra semana, eso no es mucho. – Le respondí, mientras seguía marcando el círculo armónico en la guitarra, antes de continuar con la segunda parte de la canción.

– Un mes, profe, un mes que no sé nada de ella. Antes casi no contestaba las llamadas y los mensajes apenas los veía. Pero desde hace un mes, nada de nada.

– Pues algo le habrás hecho para que se porte así.

– Nada profe, llamarla y escribirle, qué más podía hacer.

– No sé, ¿no fuiste a visitarla?

– Lo intenté, pero no se pudo concretar nada, porque como le digo, ya casi ni me respondía.

– ¿Y qué dice la familia?

– No me pueden ver ni en pintura.

– Yo sí digo que algo habrás hecho.

– No siempre es así, Héctor, – dijo el viejo Navajas. – Mira, lo de la familia es algo complicado, porque rara es la vez que uno le cae bien a los suegros.

– Y si se lleva bebiendo peor – dijo Isaac, como juicio autocrítico por el momento.

– Feo tomar trago, ¿no profe Isaac? – dijo John con sarcasmo.

– No es eso, muchacho, es que hay que saber medirse. – Contestó mi compañero, mientras se alejaba nuevamente para responder otra insistente llamada.

– Lo que quiero decir es que las cuestiones de la familia, de llamarla o de ir a buscarla, sí son importantes, pero hay algo que va más allá de todo eso… – continuó el viejo.

– ¿Algo de qué, viejo Navajas?

– La cosa es simple: ¡Ella ya no lo quiere! O al menos, ya no como usted espera.

– ¿Será? – Preguntó el chico, mientras se limpiaba una pequeña lágrima que corría por su mejilla.

– Estoy seguro, mijo. Las cosas como son. Pueda que tenga otro, pueda que no. El asunto es que esa muchacha ya no lo quiere ver, y es mejor que se vaya acostumbrando a eso.

– No puedo, señor Navajas. No puedo. Es que la verdad no entiendo cómo es posible cambiar de sentimiento así tan fácilmente.

– En este mundo la mayoría de gente es insensible.

– Pero es que Laura nunca ha sido así.

– Entonces sí puede ser que haya encontrado alguien mejor.

– ¿Alguien mejor? Pero si yo me muero por ella.

– Sí, pero tal vez eso no sea suficiente.

– Nada es suficiente. Dios mío, qué idea tan deprimente.

– Lo es.

– Tiene que haber algo que pueda hacer para que me quiera de nuevo.

– Lastimosamente no. Si una mujer le da la espalda, es mejor que se olvide de ella, mijo.

– ¡Ja! Si fuera tan fácil… Nooo, esos cambios de estado lo dejan loco a uno; en un momento la gloria infinita de tenerla a tu lado, y al otro, el demoledor infierno que sientes porque se tiene que ir, y no puedes hacer nada al respecto, y la incertidumbre maldita de no saber si aún te quiere o no. – concluyó el muchacho, en medio de un hondo suspiro.

– Así es la vida, hijito. No siempre es color de rosa; es más, a menudo puede llegar a ser tan cruel y despiadada como no se la imagina. – dijo el viejo Navajas, mientras tomaba la botella de ron para servirnos otra ronda.

– Sí, pero es que todo es tan difícil, que la verdad no sé…

– Yo lo entiendo. Usted llore y sufra hasta que se canse. Cuando ya se canse se hará más fuerte, y se va a dar cuenta que simplemente uno no lo puede tener todo en la vida, y que aunque sea lo más difícil, a veces tenemos que aceptar la triste y amarga realidad.

– Hágale caso al viejo Navajas, que él es muy sabio. – le dije al chico, quien brindó fervorosamente con su copa y nos agradeció por acompañarlo en sus dolencias.

– Bueno muchachos, yo mejor voy a recoger a mi novia para que deje de molestar con esa llamadera… – dijo Isaac, guardando su celular mientras llegaba nuevamente con nosotros.

– ¿Novia? ¿Y no era “mujer”? – dije en son de broma.

– Lo que sea. Lo que sea. Ahora todo es malo.

– No, pero con razón se alejaba para contestar, ha sido que lo regañan.

– Vos sí jodes, hola… ja ja… Me estaba diciendo que a ella no le gusta esa canción.

– No pues, qué pena. – Le dije, marcando nuevamente el círculo en la guitarra, y todos reímos amigablemente.

Así pues, Isaac salió en busca de su novia y nosotros cantamos nuevamente el estribillo de la canción que habíamos suspendido durante la conversación, recordando algunos momentos de amor que parecían cada vez más distantes y fríos… “No volverás, no volverás porque tú ya me olvidaste, ha pasado el tiempo y no he podido encontrarte…” con furia loca bajo los puñales de la noche, que nos envuelve en su manto plateado, nos abriga, nos consuela y se lleva lo mejor de nuestros años.

Entonces los segundos parecen más intensos y desconsolados que antes, el licor se consume y nos consume como un huracán submarino, como  la más putrefacta y benevolente existencia; y queremos por supuesto, comprar algo más para seguir bebiendo, y decimos que esta vez sí, que será la última y nos vamos… “Por qué no vuelves de una vez, aunque sea para besarte, para besarte, mi amor…”.

Ahora me siento más generoso y les digo al chico y al viejo que me esperen, que voy a comprar otra botella, que ya regreso, que si de pronto llega mi compañero con su novia le digan que me espere, que ya vuelvo. Ellos asienten sin ninguna objeción y yo me dirijo presuroso hasta la licorera central, pues las tiendas más cercanas ya han cerrado sus puertas. Así que llego, compro sin ningún problema y regreso nuevamente al parquecito.

Estaba emocionado pensando en la cara que pondrían mis compañeros cuando me miren con el trago, pero un par de cuadras antes de llegar se escucharon unos alarmantes gritos de auxilio, y una pequeña mujercita que pasó corriendo despavorida dijo que en el parque de la esquina se habían dado cuchillo y que habían muertos, así que me encaminé lo más rápido que pude, pensando que el viejo Navajas en un ataque de furia había arremetido contra el pobre John. Pero para mi sorpresa era todo lo contrario, pues cuando llegué los cuerpos que estaban tirados sin vida eran el del viejo Navajas, que se desangraba a un costado de la banca,  y el  de  Isaac  y su  novia, quienes  evidentemente habían  regresado  al parquecito antes que yo, sin saber que se encontrarían con su propia muerte. En medio de ellos y sentado como un buda estaba el desquiciado John, quien al parecer se había dado los modos para quitarle el cuchillo al viejo Navajas y cercenar el cuello de mis amigos. Estaba cubierto de sangre y cuando me miró sentí un extraño e inexplicable terror, que llegó a sus límites cuando limpió el ensangrentado filo del arma con su lengua y la guardó diciendo:

– Si ve, profe, yo le dije que ella no volvería.

– ¡Oh, John! ¿pero qué diablos hiciste?

– Lo que tenía que hacer.

– ¿Quitarle el cuchillo al pobre viejo y degollarlo?

– Sí, fue una víctima inocente, pero qué más da. Siempre las hay.

– ¿Y ellos?

– Se lo merecían, profe, todo era verdad.

– ¿Qué cosa?

– Que regresó su cuerpo, pero no su alma.

– ¿De quién hablas?

– De Laura. De quién más.

– ¿De Laura?

– Sí, profe.

– ¿O sea que es la misma Laura que estaba de intensa llamando a…?

– Al profe Isaac. Sí, la misma.

– Pero ¿cómo? Si tú dijiste que ella estaba en otra ciudad.

– ¡Estaba! No sé desde cuándo ya andaría por acá.

– Y con Isaac…

– Sí, profe.

– Seguramente se conocieron por redes sociales.

– Sí, puede ser.

– Con razón estos últimos viernes, salíamos del colegio y siempre decía que debía viajar.

– ¿Ve? Ahora todo tiene sentido.

– ¡Dios! No puede ser.

– Pues lo es.

– ¿Y crees que Isaac la fue a traer o vino por sí sola?

– Eso ya no importa, profe. La cuestión es que ésta sinvergüenza ya estaba saliendo con el perro de su amigo, y pues, yo no podía quedarme con los brazos cruzados.

– Oh, John, pero qué diablos hiciste.

– Lo que tenía que hacer, ya le dije. Solo eso y nada más.

– Escucha, ahí viene la policía. No hagas nada estúpido.

– Ya no importa, profe. Gracias por todo.

Llegaron entonces las autoridades competentes para hacer el levantamiento de los cuerpos y capturar al homicida, quien no opuso resistencia alguna; es más, se puede decir que pareciera como si siempre lo hubiese deseado así, como si hubiera esperado toda su vida por ese preciso momento, porque extendió gustoso las manos para que le colocaran las esposas y subió apacible a la patrulla de policía, que unos cuantos metros después de arrancar junto con la ambulancia (que ya había levantado los cuerpos), intentaron proyectar en sus amplificadores el estruendoso sonido de las sirenas; sin embargo, a los pocos segundos notaron que se empezaba a distorsionar más y más hasta que finalmente se detuvo. Después de un ligero e ingrávido silencio, la resonancia de los vehículos volvió en su máximo esplendor, pero ya no con la expresión de las sirenas sino con la forma de la melodía: “No volverás, no volverás porque tú ya me olvidaste”.

El desconcierto y el terror se anidaban en el rostro de todos los presentes y la sinfonía era cada vez mayor, tanto que parecía expandirse y llegar hasta cada uno de los hogares del pueblo, contagiando de un impávido fulgor a sus equipos de sonido, encendiéndolos automática y consecutivamente en el verso: “Ha pasado el tiempo y no he podido encontrarte…” formando una especie de orquesta sinfónica maldita que viaja en la penumbra de la madrugada vestida de bolero, recolectando en formas y voces, voces y formas, todas las venturas y desventuras del ser humano, y que sigue firme en aquella caravana siniestra que sólo puede terminar en la cárcel o en el cementerio.

El poder hipnótico que cubría aquella escena infernal era tan grande, que a pesar de la fatiga y el aturdimiento producidos por ese ruido estridente, nadie tenía el valor de mover un solo dedo para taparse los oídos, mucho menos para ir hasta sus equipos de sonido y desconectarlos. Lo único que hacían desde la puerta o la ventana donde se encontraban mirando el chisme, era fruncir el entrecejo y parpadear al constante ritmo de la angustia y de la vil desesperación. La verdad es que no sé cuánto tiempo duró para los demás este escalofriante suceso; para los policías, los enfermeros, para los vecinos chismosos y para para los muertos. No sé, pues por mi parte y teniendo en cuenta que no estuve presente en el momento del homicidio, sabía que nadie me iba a interrogar, al menos no por el momento, y que ya no tenía nada más que hacer ahí; de modo que guardé la guitarra en el estuche, me serví el último trago y regresé a casa cantando: “Por qué no vuelves de una vez, aunque sea para besarte, para besarte, mi amor.”

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