
Por Luis Eduardo Calpa
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En las bellas casonas construidas en tapia, se veían los portones en colores vivos, recuerdo, los azules, el color verde trigo, el café tostado con el trópico. Eran las casas del pueblo alrededor de la iglesia, habían soportado el temblor que hizo venir abajo la vieja iglesia colonial, aquella también construida en tapia pisada, administrada por un cura cómplice de la disolución del Cabildo Indígena.
Para mi pueblo un lugar de personas guerreras y trabajadoras, en los terruños de suelos de maravillosa textura y calidad para producir alimentos, la propiedad originaria correspondía a los comuneros; y todavía no habían sido surcados por la expoliación o la mentira señorial, quien les expropiarían más tarde, de valores telúricos propios, en especial de aquellos característicos en las moradas del sur: la reciprocidad vivida de los pueblos y la cultura Quillasinga.
Su plaza se rodeaba de voces inéditas, de fogones y chagras milenarias, no había bandos, pero si Corregidor, él era Don Fidel Martínez, hombre probo y recto quien no se había prestado a dilema ético alguno o corrupción de los intereses públicos. Don Fidel, pariente, sentenciaba: Cuidado con esos del equipo del club deportivo, el cual asociaba a mis parientes, el “San José”, de la hacienda del mismo nombre, aquellos emparentados, especialmente con el Tío Eduardo Calpa razón bonita de cuidado por su sutil picardía.
Era el día de Inocentes, 28 de diciembre, todo anunciaba que sería normal, el Padre Coral había pensado celebrar al día siguiente sus oficios de especiales valores ecuménicos. Sin embargo, era ya el preámbulo del carnaval, aparentaba simple normalidad, pero estas circunstancias eran parecidas a los remotos momentos en los cuales se anunciaban los bandos que ya nadie escuchaba en plaza pública desde hace un tiempo. Las rejillas de las casas amaradas en lugar distinto de sus puertas y propietarios, la yunta de bueyes encima del segundo piso de quién la había dejado pastando en suelos comunales, la caseta del pueblo enfrente de la casa cural, la risa y alegría que anunciaba socorrer a la tristeza gris de los latifundistas de la miseria en el día de inocentes de ese bello lugar que era la plaza y el pueblo de Catambuco, lugar donde aconteció esta memoria viva.