Pa´fuera, pa´la calle

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Por: Gustavo Montenegro Cardona
montenegro.gus@gmail.com

La premisa de que una vez terminara la cuarentena saldríamos convertidos en una humanidad transformada, dispuesta a mejorar nuestros hábitos, convencida de darse una oportunidad de renovación desde la multidimensionalidad del ser y motivada por la esperanza que llega de la mano de la crisis, parece derrumbarse a pocos días de que, al menos en Colombia, se retorne a una cotidianidad que, por lo visto, seguirá su curso de normalidades perversas, con la diferencia de que esta vez se vestirá de trajes antifluidos, mascarillas, tapabocas y guantes.

Al principio, los balcones, terrazas y ventanas de los conjuntos residenciales de varias ciudades del país sirvieron de palco de honor para que un derroche de aplausos cayera como llovizna de alivio sobre los trabajadores de la salud que eran reconocidos como los salvaguardias de la lucha pactada entre el sistema y el aterrador coronavirus. Luego: carteles, anuncios, anónimos amenazantes, restricciones inventadas y todo tipo de presiones, unas más silenciosas que otras, terminaron por mostrar que hasta en el vecindario más cercano hubo quienes optaron por señalar como peligrosas a enfermeras, médicos, terapeutas y a todo profesional asociado al entorno del sistema de salud.

Recientemente, la cantante española Ana Belén (María del Pilar Cuesta), se convirtió en una de esas voces que desde el pesimismo y la desesperanza le añadieron un café sin azúcar al horizonte que se avecina cuando se abran todas las puertas, hasta la de Alcalá. “No tengo esperanza con que esto nos vaya a cambiar. Somos tan burros que no sé si saldremos mejores. La gente que era buena lo seguirá siendo y los imbéciles, hijos de puta e irresponsables, también”.

La afirmación de la madrileña es una demostración de la carga de desconsuelo que ha llegado con el cúmulo de los días de una cuarentena que para muchos sobrepasó ya los 60 días de agotador encierro, de incierto presente, de inquietante futuro. Para completar, parecería que aquella frase viralizada durante los días de la pandemia: “lo peor de la peste no es que mata los cuerpos, sino que desnuda las almas y ese espectáculo suele ser horroroso” – cita que vale la pena advertir no pertenece ni a La Peste, ni a Camus, dibuja de alguna manera la accidentada relación entre la ilusión de los tiempos mejores y la triste realidad de los miserables comportamientos humanos.

La humanidad que se suponía se iba a “reinventar” luego del confinamiento es la misma que, sin razones de peso, buscó la manera de burlar las excepciones establecidas por las tibias normas de restricción para retornar a la calle. La actitud retadora contra el establecimiento se nutrió, además, bajo el amparo de los derechos civiles y las libertades que nadie puede estropear, mucho menos la amenaza de una enfermedad que a decir de los incrédulos es sólo un invento más.

Bien llegan aquí las afirmaciones de Frank Snowden, profesor emérito de Historia de la Medicina de la Universidad de Yale cuando advierte que “las epidemias son uno de los grandes factores en la historia humana, uno de los que más nos dicen acerca de quiénes somos como seres humanos, en términos de nuestras creencias, nuestras prioridades morales y nuestras capacidades para actuar colectivamente”.

En el gran espejo de las intimidades humanas que ha sido la pandemia se refleja con inquietante preocupación la manera en que se triplicaron los casos de violencia intrafamiliar en Colombia durante los primeros días del confinamiento.

De acuerdo con el informe del Observatorio Colombiano de las Mujeres, entre el 25 de marzo y el 7 de mayo, se registraron 4.385 llamadas que advertían algún tipo de violencia al interior de los hogares, casi tres veces más que las 1.595 reportadas en el mismo periodo de 2019. Aunque también la institucionalidad gubernamental ha buscado diversas maneras para prestar sus servicios de apoyo en la ruta de atención a estos casos de violencias, lo cierto es que nada puede resultar más atroz que, además de sobrellevar las condiciones propias que implica el “encierro”, se sumen los efectos colaterales de tener que convivir 24 horas al día durante los siete días de la semana junto al victimario.

Por otra parte, las conclusiones de las diversas investigaciones de Snowden, para nada parecen arrojar términos como reinvención, despertar de la conciencia o mejoramiento de las condiciones de relacionamiento social entre los humanos, que, al parecer, son manifestaciones reservadas para unos pocos optimistas y para quienes han encontrado, de seguro, un elevado nivel de conexión espiritual. Por lo demás, pasa lo que ya hemos venido atestiguando: xenofobia, señalamiento prejuicioso contra los migrantes, incomprensión sobre las manifestaciones, rituales y demostraciones culturales de poblaciones que como la afrodescendiente ha tenido que asumir esta pandemia desde una apropiación territorial y comunitaria diferente a la del mundo de los privilegiados; prioridad de atención a los privados y desatención primaria a los más necesitados, corrupción campante, especulación económica, reactivación de sectores orientados a la producción que favorece a las grandes estructuras de la construcción o la industria automotriz; desviación de los recursos destinados al subsidio agrícola, encerrona a los informales, miedo por aquí y por allá.

Entre tanto, nos sumaremos a la voz de Joseph Brodsky cuando dice:

“No salgas de tu cuarto.
Finge que estás en quiebra.
¿Qué puede ser más bello que la silla y el muro?
¿Por qué dejar el sitio al que regresarías, siendo el mismo que ahora eres o quizá más herido?”

Ahora tienen la palabra los monoteístas del poder, los que, señalando con el dedo a los obreros, a los ambulantes, a las trabajadoras sexuales, a los habitantes de las aceras, a los rebuscadores de todos los días, gritarán a todo pulmón desde su encierro blindado: pa´fuera, pa´la calle, que para que haya vida primero debe haber economía.

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