Mi ventana
Por Ramiro García
ramigar71@hotmail.com
“Nadie es más solitario que aquel que nunca ha recibido una carta”: Elías Canetti, premio Nobel de Literatura.
Una mañana diáfana, apenas asomando el sol, como cualquier día de verano enmarcado en el contexto de los años sesenta, el chico inicia su rutina desprovista de quehaceres académicos, pues en el poblado ha finalizado el año escolar.
Para empezar, desde el patio de su casa ya no está al alcance de las miradas escrutadoras de las adolescentes franciscanas, quienes suelen curiosear al vecindario desde el tercer piso del colegio Nuestra Señora de Fátima.
Un chasquido constante y sincronizado advierten al chico que su vecina, doña Carmela, agita sobre un madero esa masa blanquecina integrada por pata de res deshuesada, disuelta en miel de panela con otros aditivos, que le permiten preparar “chirle”, aquel exquisito colágeno en forma de golosina, cuya textura y sabor habrá de recordar durante toda su existencia.
-Grave, vecino, que se atreva a fisgonear mi trabajo desde el muro. –lo reprende doña Carmela.
No obstante, con su bondadosa sonrisa le obsequia una porción del manjar envuelto en un trozo de hoja de plátano.
-Magnífico inicio de sábado, día de mercado –celebra, él.
El chico sale de su casa e ingresa a la calle de la cuadra del barrio donde transcurren no los más boyantes años de su vida, aunque sí los que le procuran felicidad por montones.
Su cuadra está poblada por familias honorables, modestas y laboriosas, quienes persisten en la formación de una nueva generación de buenos ciudadanos. Es, además, una cuadra alegre y musical, como en otros barrios del poblado.
Camina unos pocos metros para arriba al lugar que es la obsesión sabatina, pues su incipiente hábito de lectura y escucha de historias fantásticamente contadas, así lo requiere.
El lugar señalado es la casa de doña Justa, una afable señora de ojos vivaces, cabellos plateados recogidos en dos trenzas; de dicción rápida y concreta; generosa y solidaria con sus vecinos hasta donde lo permite su humildad.
El chico, además de ponderar su excelente condición humana, admira en ella una innata capacidad de síntesis para escribir y comunicar, pese a su precaria formación académica. En virtud de ello, cada sábado a doña Justa la aborda un puñado de campesinos por sus casi gratuitos servicios –compensados por un tácito trueque de productos de sus chacras, como tubérculos. frutas, huevos, etc.- que no son nada distinto a interpretar un relato transcrito a una misiva destinada a un ansioso pariente ávido por conocer novedades familiares, o noticias relevantes del poblado que migraron años atrás.
Así las cosas, el chico ingresa a la vivienda de gruesas paredes blancas, puertas de madera y techo de teja en barro cocido. En la pared frontal se destaca un cuadro de la última cena, otro del Sagrado Corazón de Jesús, un diploma y un típico retrato retocado a color, con la imagen de uno de los hijos de doña Justa, quien es militar activo y reside en un lugar remoto. Sus otros hijos, en días festivos y vacaciones laboran en el pueblo para contribuir con los gastos familiares.
La tramoya para iniciar la sesión consiste en disponer un marco de madera forrado con tela gruesa, denominado biombo, que aísla los ambientes otorgando una simulada privacidad visual entre el narrador de turno y doña Justa, quien asume el rol de intérprete que escucha e hilvana frases que llegarán a un invisible destinatario. Un previo acuerdo entre el chico y doña Justa permitirá a cada persona disponer de un tiempo para contar su historia; entre tanto, los demás esperan sentados en una larga banca azul, y cuidan sus bestias amarradas a una talanquera frente a la vivienda.
Pues bien, en letra cursiva palmer perfeccionada por el kilometraje de historias escritas, una entre cientos de cartas inicia así:
“Apreciada hija:
Después de mi corto y fraternal saludo, y ansiando que la Virgen del Rosario le derrame sus santísimas bendiciones, paso a contarle lo siguiente:
El Mario ya aprendió a conducir camión, pues el hijo del maestro Julio lo volvió experto en ese oficio; ahora transporta panela hasta los mercados de Cali y Medellín. Ya conoce caminos pavimentados y calles iluminadas de grandes y civilizadas ciudades.
La Rosita terminó sus estudios en la Normal de San Carlos, en La Unión, y se graduó como maestra de escuela. Un amigo por quien votamos en las últimas elecciones habló con el señor Villorgo para que interceda ante el alcalde de acá para que me la coloquen en un trabajo, aunque sea de profesora municipal. Me preocupa que ese viejo gordo mira lascivamente a mi niña.
Como novedad le cuento que sus amigos, los hermanos Lucía y Franco, como que omitieron su vínculo familiar de sangre y resultaron enamorados entre sí, tanto que los chismosos dicen que se convertirán en fugitivos para disfrutar de su amor prohibido lejos del pueblo, debido a que el padre Caroty ha sugerido al obispo excomulgarlos por ese pecado mortal.
El vecino Gerardo está bien, vive en Pasto; dicen que montó una panadería en Pandiaco, y que es la mejor del barrio. Llevará a su prima Lucía para que trabaje como sirvienta y cuide los niños. Ojalá le sobre tiempo y termine sus estudios en la capital, así tendrá mejores alternativas.
La cosecha de café y caña están próximas, esperamos buenos precios. Aún no tenemos energía eléctrica y las vías parecen caminos de herradura. Algún día mejorará esta situación.
No teniendo más novedades para contarle, paso a despedirme de usted esperando que mi Diosito la bendiga y la proteja de todo mal.
Su madre que la aprecia y la recuerda con mucho cariño,
Laura.
PD. En el próximo viaje del Mario le enviaré una recomienda con los antojos que a usted le gustan”.
El chico, asombrado ante la disposición, habilidad, precisión y rapidez de doña Justa para construir el mensaje, confirma que ella, sin proponérselo, hace honor a su nombre; pues literalmente, “de un plumazo” imparte justicia y tiende puentes de comunicación entre el pariente desarraigado y su humilde familia presa del analfabetismo, la falta de oportunidades y el atraso secular en que están inmersos.
Esa inequidad y desigualdad social pareciera haberlos condenado de por vida.
También el chico concluye que las sabias y empíricas enseñanzas de la escritora le servirán en un futuro lejano para transmitirlas con sus propios escritos a sus lectores.
Muchos años después el chico, los hijos de doña Justa y los descendientes del vecindario superaron las adversidades que la vida depara a cada individuo, y lograron escalar estudios universitarios para engrosar esa masa universal de migrantes buscadores de mejores oportunidades.
En fin, doña Justa, una anónima lección de vida…
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Una historia y una hermosa lección de vida