Prisión y fusilamiento de Agualongo

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Por Enrique
Herrera Enríquez
kikeherrera666@gmail.com 
El caudillo
popular pastuso, Agustín Agualongo, que como dice el historiador Ignacio
Rodríguez Guerrero: “se enfrentó y venció a los más grandes guerrero de
América: Bolívar, Sucre, Salóm, Mires, Herrán, Córdoba, Flores, Mosquera y
otros
”, luego del combate en Barbacoas, consideró importante replegarse hacia
el sector denominado El Castigo colindante con el río Patía, donde encuentra
una celada preparada por su antiguo compañero de lucha ahora al servicio de los
republicanos el General José María Obando, comenzando el fin de su tragedia
como veremos y analizaremos a continuación.

Luego del
combate de Barbacoas, Agualongo tuvo que replegarse con su gente hasta el
sector del Castigo, tras su retirada iba un contingente de Mosquera que
sacrificaba a cuantas personas encontraba en su camino como represalia por no
haber hostigado oportunamente a las tropas del caudillo pastuso. El 24 de junio
el derrotado líder llegó al pueblo del Castigo, siendo sorprendido al siguiente
día por José María Obando y su gente. “Con él –dice Obando- hice prisioneros al
Coronel Enríquez, a un comandante, un abanderado, otros oficiales y más de
ciento de tropas. Indulté y puse en libertad a los subalternos y a las tropas;
conservé solamente a los cuatro primeros por su categoría, y yo mismo los
conduje hasta ponerlos en Popayán a disposición del comandante General José
María Ortega, que haciéndolos juzgar por el decreto contra conspiradores, los
fusiló en la plaza de Popayán.”
“Hice los
mayores esfuerzos porque fueran también indultados, por el respeto e interés
que inspiraba un guerrero valiente y generoso, cuyas hazañas y moderación había
presenciado yo en aquella larga y obstinada guerra. Todo es relativo en este
mundo, y Agualongo había sido demasiado grande en su teatro, tanto por su valor
y constancia, como por la humanidad que había desplegado en competencia de
tantas atrocidades ejercidas contra ellos. Yo pude haber manchado mis manos con
la sangre de aquellos desgraciados en un tiempo en que era mayor el lucimiento
cuanto era mayor la matanza; pero no quise igualarme a los barbaros que hasta
hoy se jactan de haber bebido el hombre rendido”.
Es indudable
que la derrota de Agualongo en Barbacoas se dio entre otras consideraciones el
no estar dentro de un terreno conocido por él y su gente, tal como sí lo era el
de su nativo Pasto y sus alrededores. El pie de monte costero es una región que
se diferencia notablemente con la sierra ya sea por su gente, el clima, las
plagas propias del trópico, lo inhóspito, y en fin toda una serie de
circunstancia que para éste y su tropa le fueron totalmente adversas.
Al ser cogido
prisionero Agustín Agualongo por el General José María Obando, su antiguo
compañero de armas en el ejército del rey, le pidió dejar en libertad a sus
compañeros de lucha, que como bien lo confiesa Obando así se hizo en cuanto al
personal de tropa, no así con los tres más allegados al caudillo pastuso como
eran Enríquez, Terán e Insuasti. Desde El Castigo marchó el líder pastuso
camino a Popayán según lo habían dispuesto las autoridades que ya tenían
conocimiento de la gran noticia de su captura. Juan José Flores, Gobernador de
Pasto, consideró que los prisioneros y en especial Agualongo deberían ser
llevados y juzgados en Pasto para escarmiento de la población, y mucho más si
se tiene en cuenta la venganza que quería cobrar Flores de la derrota que le
propino Agualongo con milicianos provistos de picos y palos. El intendente de
Popayán José María Ortega no lo aceptó, negando dicha pretensión y en tal razón
Obando continuó con los prisioneros a esa ciudad por el sector de El Trapiche,
hoy ciudad Bolívar en el departamento del Cauca.
Al llegar
Obando a Timbio, en la tarde del miércoles 7 de julio de 1824, dejó a Agualongo
y sus compañeros de lucha bajo la custodia del Capitán republicano Manuel María
Córdoba y se adelantó para presentarse ante las autoridades en Popayán con
objeto de confirmar la certeza del acontecimiento. Al día siguiente, 8 de julio
a las doce del día, la gente de Popayán observaba el ingreso de la comisión con
Agualongo y sus compañeros presos. Causó gran admiración para quienes no
conocían al caudillo pastuso su pequeña estatura, ante lo cual según narra el
Coronel Jhon Potter Hamiltón cuando alguien exclamo entre el público: “Es aquel
hombre tan bajito y tan feo él nos ha tenido en alarma tanto tiempo? ¡Si,
contestó Agualongo, taladrándolo con la mirada feroz de sus grandes ojos
negros. Dentro de este cuerpo tan pequeño se alberga el corazón de un gigante”,
y agrega el Hamilton: que cuando entró Agualongo a Popayán “no había sanado aún
de la herida que le fue hecha en una pierna durante el ataque que se acababa de
narrar”, hace referencia al de Barbacoas.
Por la
importancia de los prisioneros y en particular de Agualongo, se les condujo al
cuartel que según se ha dicho se ubica donde hoy es el de la Policía Nacional.
En la reclusión
de su celda recibió la visita de muchos personajes de la ciudad, entre otros
del Obispo Salvador Jiménez de Enciso con quien tuvo seguramente una amplio y
sincero dialogo respecto a varias facetas de la vida del mitrado en Pasto, tal
es caso de su cobarde huida a Ipiales cuando Bolívar avanzaba para dar la
Batalla de Bomboná o la actitud claudicante del Obispo al capitular ante
Bolívar, a quien protegió bajo el Palio para su ingreso a Pasto, temeroso de la
reacción de la gente por las fanáticas predicas que el Obispo había hecho en su
contra; amen de la solicitud de pasaporte para marchar a España, hechos que
justifican la imagen descrita por Bolívar de Jiménez de Enciso, cuando le dice
a Perú de La Croix : “(El Obispo Jiménez de Enciso) …es el criminal autor de
toda la sangre que ha corrido en Pasto y en el Cauca, es un hombre abominable y
un indigno ministro de una religión de paz; la humanidad debe proscribirlo…es
hipócrita y sin fe…”
Jiménez de
Enciso al igual que lo hicieron varias personalidades de Popayán pretendieron
que Agualongo renunciase a su lucha a favor del rey y sus instituciones, sin lograr
que éste claudique a sus principios. El no creía en nada de las aduladoras
palabras o propuestas que le hacían para que se pase con todos los honores a
servir a Colombia. El recuerdo de tanta traición, de tanto incumplimiento para
con la gente de Pasto por parte de los republicanos y más aún el trato criminal
dado contra su pueblo, obligaba a Agualongo a no confiar en nada ni en nadie de
los republicanos, peor en el Obispo Jiménez de Enciso a quien consideraba un
traidor, oportunista y manipulador de conciencias, no en vano recordaba como
prohibía y castigaba con la excomunión a quien brinde o preste ayuda a los
republicanos, pero cuando salvaguardó sus intereses y los de su clase ante
Bolívar no tuvo inconveniente alguno para respaldarlo, desconociendo una de sus
tantas y fanáticas predicas donde decía: “Un obispo debe ser modelo de
fidelidad para con sus soberanos y de tal suerte, que él debe estar pronto a
padecer mil muertes, ante que faltar a las obligaciones que tiene contraídas
con su Dios y el Rey”.
El juicio
contra Agustín Agualongo fue demasiado acelerado, tres días, del 9 al 12 de
julio sin que exista expediente alguno donde poder documentarse para saber qué
clase de sindicaciones se le hizo y cuáles fueron sus respuestas. El 12 entró
en capilla, la sentencia era inexorable, sería fusilado en compañía de sus tres
amigos de lucha: Joaquín Enríquez, Manuel Insuasti y Francisco Terán. El
intendente José María Ortega, responsable de la orden para ejecutar la
sentencia de muerte le dijo aquel martes 13 de julio de 1824, que expresase
cuál sería su última voluntad, a lo cual Agualongo respondió con firmeza que
quería vestir su uniforme militar de Teniente Coronel que solamente lo usaba en
grandes y especiales ceremonias. Su voluntad fue aceptada. Frente al pelotón de
fusilamiento se le pidió que renuncie a sus ideas, a defender al monarca
español y jurara a favor de la república. De manera categórica exclamó: “Si
tuviera veinte vidas, estaría dispuesto a inmolarlas por mi religión y por el
rey de España”. No era terquedad ni menos obcecación insulsa, era el grito
rebelde de quien había visto destruir su pueblo y su gente a manos de los
republicanos que ahora lo iban a ejecutar, no les creía ni tenía la más mínima
confianza en sus ofrecimientos, que además nunca los consideró. Se sentó
serenamente en el banquillo, y cuando el verdugo se acercó para vendar sus ojos
no lo admitió y dijo con sonora y firme voz: “¡No quiero que me vende los ojos
porque quiero morir cara al sol, mirando la muerte de frente, sin pestañear y
firme como mi suelo y estirpe!” Quería morir mirando hasta el último instante
de su vida a sus verdugos y enemigos de su pueblo. El oficial responsable de la
ejecución, hizo la señal levantando su espada, dio la orden de fuego, Agualongo
los miró fijamente, y en el momento del disparo gritó con altivez: ¡Viva el
Rey!. Los disparos hicieron blanco sobre su cuerpo, cayó pesadamente sin que se
escuche quejido alguno. El Bravo de los Andes, el aguerrido guerrillero del
sur, el insobornable Teniente Coronel Agustín Agualongo había muerto fusilado,
acribillado por los republicanos que no pudieron convencerlo ni halagarlo con
prebendas para que pase a sus filas. Murió dando ejemplo de valor y orgullo por
sus principios e ideales de libertad, autonomía y defensa de su pueblo que
violenta y criminalmente había sido tratado por tomar la actitud defensiva para
evitar su total aniquilamiento como en efecto así se hizo con la anuencia de su
gente. Hoy Pasto y su gente aún conviven y se levantan orgullosos de su pasado
y prestos a buscar un porvenir de progreso y desarrollo.
Un año después
del fusilamiento de Agustín Agualongo en Popayán, el libertador Simón Bolívar
le decía a Santander desde Potosí en Bolivia, el 21 de octubre de 1825: “Los
pastusos deben ser aniquilados, y sus mujeres e hijos transportados a otra
parte, dando aquel país a una colonia militar. De otro modo Colombia se
acordará de los pastusos cuando haya el menor alboroto o embarazo, aun cuando
sea de aquí a cien años, porque jamás se olvidarán de nuestros estragos…”.
Fusilado
Agustín Agualongo el 13 de julio de 1824 en Popayán, Pasto y su gente pierden a
su máximo caudillo para la defensa de la autonomía que venían defendiendo
frente al ataque indiscriminado que se hace por parte de los republicanos tanto
del norte como del sur de la región. La muerte de Agualongo ha sido comentada y
analizada por varios de los estudiosos de la historia que consideramos ser
dignos de conocer para su correspondiente evaluación desde varios tópicos,
destacándose en ellos el valor y el orgullo del caudillo pastuso como veremos a
continuación.
De manera
indiscutible la figura de Agustín Agualongo, el caudillo popular por excelencia
durante el proceso de las denominadas guerras de la independencia en que se vio
comprometida Pasto y su gente, dio pie para que con su muerte surgieran
diversos pronunciamientos que se analizaran a continuación con los diversos
protagonistas que conocieron al destacado personaje o estudiaron su brillante
carrera militar que les permitió emitir un interesante juicio al respecto.
José María
Obando, antiguo compañero de lucha y quien capturó al caudillo popular pastuso,
dice: “Agualongo había sido demasiado grande en su teatro, tanto por su valor y
constancia, como por la humanidad que había desplegado en competencia de tantas
atrocidades ejercidas contra ellos. Yo pude haber manchado mis manos con la
sangre de aquellos desgraciados en un tiempo en que era mayor el lucimiento
cuanto era mayor la matanza; pero no quise igualarme a los barbaros que hasta
hoy se jactan de haber bebido el hombre rendido”
Manuel José
Castrillón, testigo presencial del fusilamiento de Agualongo se refiere así al
acontecimiento: “el caudillo pastuso murió como un valiente y que explicó muy
bien a cuantos lo visitaron en la cárcel, que él no se consideraba criminal
porque había hecho la guerra sosteniendo la causa de sus convicciones; llenando
una labor de conciencia; que él no era un traidor al gobierno republicano
porque no lo había reconocido, ni lo había jurado y que como prisionero, debía
gozar de las garantías que habían regularizado la guerra. No obstantes estas
razones, que eran justas y que debían haberse apreciado en su justo valor, fue
fusilado …Tal vez este hombre, hubiera sido útil a la patria, si se lo hubiera
iniciado en las doctrinas de la democracia, porque manifestó hasta su muerte
que era digno de consideración, con un dignidad heroica que no era compatible
con su educación. La patria nada ganó con la muerte de un hombre que, alejado
del foco de sus opiniones, más tarde hubiera sido de provecho para la causa
pública. La patria se libró de un enemigo astuto, entusiasta en su partido y
valiente, cuyo prestigio impedía el sosiego público y el afianzamiento del
orden legal, pero el medio de que se la ha hecho mérito para deshacerse de él,
fue indigno, principalmente para la causa de la libertad y de la filosofía.
Parece que Pasto estaba condenado a que se ejecutaran actos vandálicos, los más
execrables que ocurrieron en aquella época, dirigidos por funcionarios públicos
que debieran acatar las garantías sociales, dar valor moral a nuestras
instituciones y buena fe de los representantes del gobierno. Se fusiló al
valiente Agualongo y a tres de sus compañeros, creyendo falsamente que poner
fuera del dominio a unos hombres fanáticos por sus convicciones, se destruiría
el mal. Error funesto! Sangre no produce otro efecto que crear nuevos
prosélitos y el patíbulo nunca sirve para corregir delitos y mucho menos para
terminar cuestiones políticas. Más bien es lección objetiva que se da al
pueblo, para aprender a matar, porque las ejecuciones se traducen en asesinatos
judiciales. Las victimas que se sacrifican en los patíbulos se consideran
mártires de sus doctrinas y atraen más bien la conmiseración de los espectadores
que su antema y la maldición. Los patíbulos desmoralizan más bien que corrigen
los delitos. Y en efecto, la pena moral no la sufren los que mueren, sino los
que observan. Maldición eterna a los patíbulos…”
Alberto
Miramón, hace la siguiente comparación: “Ricaurte y Agualongo…Pueden darse
imágenes más violentamente opuestas, y, al propio tiempo, más estrechamente
unidas en la decisión heroica de servir a sus respectivos pendones, que la del
joven santafareño que en un colina venezolana, hace volar el parque, cuya
custodia le había sido confiada y se inmola a su causa, con la del intrépido
pastuso (Agualongo), que rompe la promesa del indulto para no mancillar su fe
jurada, aunque ya estaba definitivamente perdida la suerte de ella…¿Conservar
la existencia a trueque de cambiar de bandera y entra al servicio de sus
enemigos de la víspera?” Agualongo no sabe de esas jugadas cobardes e indignado
rechazó semejante propuesta. Él no era tránsfuga, uno de esos seres
acomodaticios a quienes vivir es lo que más importa. Casi pide la muerte,
porque lejos de los suyos, vencido, inerme, comprende que sólo ya ella puede
liberarlo. Nunca como entonces se presentó aquel hombre cual autentico
arquetipo de la tierra, es esa provincia turbulenta y sufrida a la que ni la clemencia
podía vencer, ni el rigor intimidar, al decir de Daniel Florencio O´Leary”.
“Los agentes de
la república no podían ofrecer más, ni debían seguir dilatándose en el
cumplimiento de la sentencia: comprendían que sus reflexiones eran inútiles,
que sus halagos se romperían contra la fortaleza de aquel corazón, como la vana
hermosura de la ola contra el arrecife, y fue preciso ordenar su fusilamiento”.
“Agustín
Agualongo marchó al patíbulo como había andado siempre por la senda de la vida,
con paso firme, impávido, casi despreciativo ante el destino adverso. Y en esta
entereza gallarda en la hora de la muerte, que casi intimida a sus
ajusticiadores, cohibiéndoles a mostrar a la muchedumbre impresionable a este
cruzado de la vieja causa monárquica, héroe sin condecoraciones ni brillante
uniforme ni penacho, y determinado a pasarlo por las armas en el patio de la
vieja cárcel, fabrica colonial de negros muros y macizas torres provistas con
gruesos barrotes de hierro, lo hace digno de la veneración de las generaciones
colombianas, porque, cuando el hombre nada pide a la existencia, y mira sin
inmutarse el rostro de la lívida taciturna, parece estar por encima de ella”
El historiador
payanes A.J. Lemos Guzmán, se hace esta pregunta: ¿Debió fusilarse a Agualongo?,
y responde: “Militarmente quizás sí; pero esa vida algo valía, era respetable,
el hombre tenía dimensiones heroicas, simbolizaba una viva raíz de nuestra
estirpe y no era el traidor, sino simplemente un rebelde convencido, con el
revoltillo, en la mente inculta, de ideas políticas atrabiliarias y exasperados
sentimientos religiosos, don Juan Montalvo lo exalta, y su nombre aún vive, tal
vez se merecía la clemencia, y más que todo porque no fue sanguinario, Obando
rehusó mancharse con esa linfa altiva, pero no fue oído; Agualongo, en todo
caso fue grande, y es también un prócer colombiano, si no de la libertad, si de
la rebeldía”.
Para el
connotado escritor ecuatoriano Juan Montalvo: “Agustín Agualongo era un famoso
caudillo, griego por la astucia, romano por la fuerza de carácter”.
Edgar Penagos
Casas, presidente de la Academia de Historia del Cauca en 1980, se refiere así
al caudillo pastuso: “Agualongo no debe estudiarse ni analizarse solamente
desde su faceta como realista. Fue el signo de una región olvidada, de una raza
bravía y valerosa, de un pueblo dominado y engañado a través de los siglos y
que otrora fuese dueño absoluto de todo un continente, que luego sufrió su
destrucción a sangre y fuego por invasores que buscaron el aniquilamiento total
a nombre de una cultura que irrumpió con sevicia apocalíptica sobre pueblos
diferentes pero siempre con derecho a ser respetados…Cabría preguntarse si
Agualongo no fue acaso un visionario al pensar que la verdadera liberación de
su pueblo estaba lejos de realizarse con nuestra gesta emancipadora…Para los
historiógrafos modernos, el tema del análisis sociológico y de gran
inteligencia llegó a constituirse en el símbolo de la resistencia y de la
lealtad de una raza que secularmente ha sido objeto del engaño y las promesas
del dominante de turno”.
El destacado
hombre público pastuso don Franco Jesús Apraez, manifiesta: “Blanco o mestizo,
indio o español, hijodalgo o gañan- muy poco nos importa- El General Agualongo
encausó y dignificó hasta el heroísmo en épocas amargas, el honor pisoteado del
pueblo pastuso. Fiel a su raza y leal a sus ideas, Agustín Agualongo, cumplió
la misión sagrada de lavar con sangre las afrentas de un pueblo subyugado”.
El historiador
ecuatoriano Roberto Morales Almeida, dice: “Agualongo supera la miseria mortal
conduciendo a su pueblo a vencer o morir por lo que creía deber único y
sagrado”
El Maestro
Ignacio Rodríguez Guerrero, afirma: “Por el valor rayano en la temeridad que
jamás soldados pastusos se han rendido, prefiriendo la muerte a la humillación
del vencimiento, como lo hizo Agualongo”.
El humanista
Alberto Quijano Guerrero dice: “Con solo nombrarte, oh Agustín Agualongo, he
pronunciado las iniciales de la gloria. Contigo comienza el abecedario de las
hazañas homéricas. Tu juventud fue un florecer de melvas y violetas al amparo
de los viejos jardines y de la bonachona religiosidad y del realismo
intransigente de Don Blas de la Villota. Y porque te amamantaste con leche de
lealtad, fuiste fiel a tus ideales hasta más allá de las convenciones y hasta
más allá de la muerte.
Después de
tantos años de cobardía, como no rememorar la sublimidad de tu vida, oh epónimo
Agustín Agualongo, si la lucha fue tú norma, el renunciamiento tu ley y el
sacrificio a trueque de la libertad tu divisa. Por el bautizo de sangre que
derramaron sobre nuestras cabezas, desde el patíbulo de tu triunfo postrero,
confírmanos en la religión de la lealtad y el patriotismo y recuérdanos a toda
hora que los pórticos de la inmortalidad solo están abiertos para los que
labran la estatua de sus sueños con zarpazos de fiera o con los aleteos de
iluminados… Porque tú eres la RAZA.
El cadáver de
Agualongo fue sepultado en el templo de San Francisco, concretamente en la nave
izquierda, en una cripta ubicada entre los altares de San Antonio y San José.
Los cuerpos inertes de Joaquín Enríquez, Manuel Insuasti y Francisco Terán,
fueron enterrados en el cementerio de la Loma de Cabrera en Popayán.

Hoy los restos
del caudillo popular pastuso Agustín Agualongo reposan en el artístico
sarcófago que se ubica en la capilla de San Miguel en el templo de San Juan
Bautista en Pasto desde el 12 de octubre de 1983, de donde fueron sustraídos o
hurtados en operativo político militar del M19 el 21 de junio de 1987, siendo
luego regresados por este mismo movimiento en cabeza de Antonio Navarro Wolff
el 8 de marzo de 1989.
Este es un espacio de opinión destinado a
columnistas, blogueros, comunidades y similares. Las opiniones aquí expresadas
pertenecen exclusivamente a los autores que ocupan los espacios destinados a
este fin por el blog Informativo del Guaico y no reflejan la opinión o posición
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