
La derecha y la izquierda miden fuerzas para ver quién llena más las calles. En febrero de 2023, el presidente Gustavo Petro convocó marchas y logró movilizar cerca de 28.000 simpatizantes para defender sus reformas sociales; al día siguiente, la oposición respondió con aproximadamente 47.000 personas en las calles. En septiembre de 2024, los papeles se invirtieron: los sectores opositores no lograron la convocatoria masiva que pretendían, y el presidente se jactó de su fracaso.
Hoy, es el Gobierno quien aparentemente pierde las calles. Aunque el presidente diga que no convocó las últimas movilizaciones, las evidencias son contundentes. En síntesis, ambos bandos han probado las mieles y las amarguras de la movilización, teniendo como trofeo el número de cabezas en manifestaciones, como si fuera un marcador de legitimidad y narrativa. Cada lado interpreta el significado de la calle a su conveniencia, profundizando así la polarización política que vive Colombia.
El discurso gubernamental enmarca la contienda como ciudadanía vs. instituciones: un Congreso “oligárquico” que sabotea las reformas del cambio, y las marchas como expresión de la democracia directa. Desde la oposición, la narrativa es otra: el Gobierno utiliza las calles para sus propios intereses populistas, llegando incluso a convertirse en una demagogia peligrosa. Ambas partes se acusan de subvertir la democracia, y ninguna cede en esta creciente polarización.
Varios legisladores y analistas coinciden en un punto: “los colombianos están demandando soluciones concretas a sus problemas, y no más movilizaciones”. Porque quienes están perdiendo son los ciudadanos de a pie, esa gran mayoría que no milita fervorosamente ni en la derecha ni en la izquierda, y que enfrenta a diario problemas muy reales.
Para ellos, esta competencia por demostrar quién llena más la calle resulta, en el mejor de los casos, irrelevante, y en el peor, perjudicial. Cada marcha, cada paro, implica un costo social y económico que recae sobre quienes quizá ni siquiera se sienten representados, por quienes agitan las consignas. Las reacciones ciudadanas en redes sociales y medios reflejan cansancio y frustración. Los desafíos requieren trabajo serio, negociación y visión de Estado, pero los líderes parecen estar enfrascados en “marchas y contramarchas”, como si los problemas estructurales del país –empleo, costo de vida, salud, seguridad, educación, ECOPETROL– se solucionarán con el conteo de asistentes a un plantón.
El ciudadano común muchas veces no entiende del todo las disputas abstractas sobre consulta popular, reformas o quórums legislativos, pero sí entiende el sufrimiento de sus consecuencias, que vive en carne propia.
Esta columna no busca repartir culpas, sino hacer un llamado a la autocrítica en todos los sectores. Es evidente que ni el Gobierno ni la oposición están exentos de responsabilidad en esta dinámica polarizante. El Gobierno de Petro debería preguntarse si el cambio prometido no ha cuajado, y entender que no será una manifestación la que lo implemente, sino el trabajo técnico, los acuerdos políticos y la buena gestión. Por su parte, la oposición debería reflexionar sobre su papel: celebrar el “fracaso” de las marchas del rival puede dar rédito momentáneo en el juego mediático, pero ¿qué le ofrece eso a Colombia en el largo plazo? La oposición haría bien en canalizar el descontento ciudadano hacia propuestas constructivas, demostrando que puede ser alternativa de poder con soluciones.
En últimas, Colombia necesita menos espectáculos callejeros y más resultados concretos. La movilización social, cuando representa genuinamente las voces del pueblo, ha logrado transformaciones importantes. Pero cuando se vuelve instrumento de vanidad política –una competición para ver quién llena más la plaza–, pierde su esencia y desgasta la democracia.
Urge bajar la temperatura de la confrontación. Hasta ahora, los verdaderos derrotados son los ciudadanos de a pie, que no ven mejoras en su cotidianidad sin importar quién gane la convocatoria del día. Al final de cuentas, las calles no son ni de Petro, ni del Gobierno, ni de la oposición… son del pueblo.