Por Rodrigo Uprimny*
Tomado de elespectador.com
A mediados del convulsionado siglo XVII inglés, James Harrington escribió La República de Oceana, una obra un poco olvidada, pero muy influyente en su tiempo. En ella, entre muchas tesis precursoras del constitucionalismo moderno, Harrington plantea una que resulta fundamental para entender la precariedad de nuestra democracia: la relación entre la propiedad agraria, la Constitución y la democracia.
Su idea es tan simple como poderosa: una democracia estable solo puede existir si no hay gran desigualdad en la tenencia de la tierra, por cuanto la concentración de la tierra conduce inevitablemente a la concentración del poder político. Por ello no tienen democracias, sino monarquías o regímenes aristocráticos, aquellos países en que la desigualdad en la tenencia de la tierra es fuerte. La conclusión del autor es obvia: la Constitución de una democracia (que Harrington denomina “república”, pues en su época la palabra democracia era poco apreciada) tiene que incluir una “ley agraria”, que limite la concentración de la tierra y permita el acceso a la misma por el campesinado.
En términos contemporáneos, la tesis de Harrington podría ser formulada así: una democracia, para que sea robusta y estable, debe estar acompañada de medidas de reforma agraria que aseguren derechos al campesinado y eviten una concentración excesiva de la tierra. Y Harrington parece tener razón: hoy existe una evidencia importante que liga la reforma agraria y el reconocimiento de los derechos del campesinado a la tierra y a su modo de vida con desarrollos económicos más incluyentes y democracias más sólidas. La razón: un campesinado con tierra y buen nivel de vida tiende a apoyar el sistema democrático y permite, además, un desarrollo más robusto e incluyente, pues la producción agraria mejora y un campesinado con mejores ingresos estimula el mercado interno.
Estos mecanismos virtuosos han sido reconocidos por revistas que distan de ser de izquierda, como The Economist, en relación con la democratización y el despegue económico de Corea del Sur, Taiwán o Japón en los años 60. Barrington Moore, en su clásico libro Los orígenes sociales de la dictadura y la democracia, explica por qué la democracia floreció en Francia, Estados Unidos y Reino Unido, mientras el fascismo arrasó en Alemania o Japón. Y también lo ha planteado un reciente artículo del profesor danés David Andersen sobre la democratización de los países escandinavos.
Estas referencias muestran la importancia de la reforma constitucional en curso que busca fortalecer los derechos constitucionales del campesinado, cuyo reconocimiento es aún débil, a pesar de importantes avances jurisprudenciales de la Corte Constitucional en esta materia. Esta reforma no solo haría algo de justicia al campesinado, que ha sufrido agudas discriminaciones y violencias, lo cual ya es un argumento suficiente para respaldarla, sino que además es buena para toda Colombia por los vínculos profundos entre reforma agraria, reconocimiento de los derechos del campesinado, fortalecimiento de la democracia y logro de un desarrollo más incluyente.
La reforma ya pasó cinco de los ocho debates que requiere en el Congreso, lo cual es buena noticia. Sin embargo, en el quinto debate hubo un grave retroceso, pues se eliminó su columna vertebral, que consiste en darle fuerza constitucional a la Declaración de las Naciones Unidas sobre los derechos del campesinado (DDC). Ojalá esto sea corregido, pues los argumentos para justificar este retroceso son todos débiles, como lo mostramos en un artículo con el colega Luis Manuel Castro en La Silla Vacía y lo retomaré en la próxima columna.
* Investigador de Dejusticia y profesor de la Universidad Nacional.