Por J. Mauricio Chaves-Bustos
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Continuamos con el homenaje a don Antonio Nariño en los 200 años de su fallecimiento, acaecido en Villa de Leyva el 13 de diciembre. En anterior entrega hicimos una revisión histórica de la manera como ha sido tratada su figura por algunos historiadores, principalmente de Pasto, ahora analizamos la manera cómo fue acusado ante el Congreso por algunos politicastros que buscaban, como ahora, medrar su honra y el papel que desempeñó para la independencia de Colombia de la corona española.
Acusaciones que persisten, desde el realismo decimonónico al nuevo realismo del XXI
Uno de los principales problemas cuando se estudia el proceso de la independencia americana de la corona española es creer que se trató de un sentimiento teleológico, tanto por parte de los próceres como por parte de las propias comunidades, incluidos aquí los historiadores, particularmente los oficialistas. Debe analizarse no como una causa final a la que necesariamente tenía que llegarse, sino que más bien implica una sucesión de causas y efectos, de tal manera que dentro de los mismos territorios convivieron diferentes manifestaciones ideológicas respecto a la independencia misma, no sobra en este punto recordar que dentro de la misma ciudad de Pasto, que se ha creído tan realista, existieron sentimientos y ánimos que buscaban sumarse a la misma, a tal punto que dentro del proceso que se le siguió a Nariño en Pasto y Quito, Tomás de Santa Cruz, en carta dirigida al corregidor, José Zaldumbide, le manifiesta lo siguiente:
En efecto, había comenzado solicitándole el principal mérito: sus papeles públicos y privados, y he determinado hoy tomarle compasión y descubrir los cómplices; pues uno de los papeles que ha puesto. . . [no se entiende] afirma que ha venido invitado con cartas de la provincia y de Quito. En este estado mío le mando suspender porque Nariño en dicha propuesta de no sé qué conciliaciones, hasta dar parte al Señor Presidente con el extraordinario que lleva esta. Nariño es el hombre más sagaz y astuto que tiene la tierra y lo encomiendo a vuestras consignas”(Orbes, 1977, p. 78).
De donde fácilmente se deduce que en la propia Pasto la causa tenía sus adeptos. Lo dicho es importante en la medida que también permite comprender los textos que se han escrito sobre Nariño, sobre todo en el siglo XIX y buena parte del XX, como el de Soledad Acosta (1910), quien abre su libro con este párrafo: “Don Antonio Nariño era en el virreinato Neo-granadino el hombre más elocuente, más instruido, de mayores conocimientos prácticos, más liberal y generoso, más abnegado, más patriota y más amado entre los santafereños de cuántos existían entonces -en 1790- en la capital de la Colonia” (p. 5), por mencionar solo uno, en donde se lo dibuja como un ser perfecto, alejado de las pasiones y de los errores humanos, de tal manera que ese constructo lo que hizo fue alejar a los próceres de la realidad en que se movieron, hasta el punto de que retratan sus vicios, como otrora lo hiciera Sañudo con Bolívar, recordando que cuando los pastusos vieron a Nariño, no creían que fuese él, por viejo y feo, como si este detalle nimio aportara algo significativo al proceso seguido al propio Nariño. Este pequeño ejemplo permite analizar la forma cómo se ha entendido el proceso de la independencia por parte de algunos historiadores de la ciudad de Pasto, cimentados más en los odios intestinos de una bilis incontrolable, que en los análisis fundados en criterios racionales pero también pulsionales, abiertos al horizonte de reconocer la humanidad de sus protagonistas.
Diversidad de posiciones y de ideología se desataron mucho antes del famoso 20 de julio de 1810, de tal manera que Garín (2010) reconoce que la llamada Patria Boba:
Esconde otras cuestiones mucho más complejas: la de la existencia de una diversidad amplia de proyectos políticos, no sólo en Santafé, sino a lo largo del territorio del Reino – Cartagena, Mompox, Socorro, Pamplona, Popayán-, que pone en evidencia algo sobre lo que Alfonso Múnera ha llamado la atención: la inexistencia de una unidad política en la Nueva Granada. En efecto, las distintas Provincias que componían el Reino recurrieron a unos repertorios políticos bastante disímiles y contradictorios, que representaban, a su vez, aspiraciones políticas de sectores diversos, distintos al de los criollos. Es el caso de los mulatos y su comprometida participación en el proceso independentista de la costa Caribe, el de los mestizos y pequeños comerciantes en el Socorro, o el de los indios realistas en la Provincia de Pasto (p. 14).
Sin olvidar que dentro del mismo territorio, en lo que entonces de denominaba Los Pastos, bajo la influencia de Francisco Sarasti y Ante, declara en septiembre de 1810 su autonomía y su autogobierno, sin dejar a un lado el apoyo que Túquerres e Ipiales brindaron a los quiteños en 1809 para invadir a Pasto, en donde mujeres y niños afectos a esta causa fueron asesinados y hechos prisioneros por los pastusos (Fundación Josefina Obando, 2010).
Dicho lo anterior, es necesario volver al tan consabido tema de las acusaciones que se hicieron contra Antonio Nariño por los representantes de la Corona española en la Nueva Granada, reconociendo y dejando en claro, eso sí, que hay una fuerte carga de subjetividad frente a los hechos por los cuales es acusado, especialmente la forma en que se desacredita su nombre, buscando con ello no solamente denigrar de él mismo, sino de todo movimiento revolucionario que se alimentara en territorio hispánico, como efectivamente se logró, baste mencionar la manera como fueron juzgados y desterrados, junto con Nariño, quienes se atrevieron a pegar en las paredes santafereñas unos panfletos que buscaban ya indisponer a la sociedad con las autoridades reales. En los Colegios Mayores del Rosario y San Bartolomé de Bogotá se gestaron muchos movimientos y se educaron los hombres que promovieron las revueltas, buscando principalmente igualdad y justicia, baste citar a los bartolinos Francisco de Paula Santander, Antonio Nariño, Antonio Ricaurte, José Miguel Pey, y a los rosaristas Antonio Morales Galvis, Camilo Torres, Antonio Villavicencio, por citar algunos de quienes animaron la voz de protesta para la libertad. El principal antecedente data del 19 y 20 de agosto de 1794, cuando los estudiantes rosaristas José María Durán, Pablo Uribe, José Fernández Arellano y Luis Gómez, fijaron en las paredes de la ciudad de Santafé de Bogotá unos pasquines sediciosos en contra del gobierno, lo que despertó la alarma del virrey, hasta el punto de abrir proceso y enjuiciar a los implicados , ese mismo año don Antonio Nariño había traducido los Derechos del Hombre y del Ciudadano.
El virrey José de Ezpeleta les abre proceso, y corren la misma suerte que el precursor Nariño: captura, tortura y destierro. Estos pasquines coinciden con un suceso que tiene también entre sus entrañas a estudiantes del Rosario. En el mes de julio de ese año, se abrió un concurso literario, en donde participaron 7 jóvenes, pasado un mes y medio, por instigación de un funcionario público se riega a voz en cuello sobre la ciudad la posibilidad de una conspiración para derrocar al gobierno, ante lo cual el Virrey Ezpeleta comisiona al oidor Juan Hernández de Alba iniciar el proceso de investigación, primero se revisan los 7 escritos de los concursantes, creyendo que ahí se escondía algo, ya que estos participaban de las tertulias que organizaba don Antonio Nariño en su casa. Se llama entonces a indagatoria, con la consecuente tortura, a los estudiantes Sinforoso Mutis de 21 años, Ángel Manrique de 19 años, quien prestó su habitación para hablar de los Derechos del Hombre y de la Declaración de Filadelfia, Miguel Angulo, los hermanos Juan José y Nicolás Hurtado, Miguel Tadeo Gómez, Antonio Cortés y Mutis. Junto a ellos, fueron apresados los catedráticos Pedro Pradilla, Miguel Valenzuela y el doctor Ignacio Sandino. La tortura fue en realidad escabrosa, especialmente contra Sinforoso Mutis, sobrino del sabio José Celestino Mutis. La Real Audiencia castigó a los posibles instigadores, prohibiendo su retorno al Colegio Mayor de Nuestra Señora del Rosario, y desterrando a España, en estado sumario, a Sinforoso Mutis, Pedro Pradilla e Ignacio Sandino, quienes permanecieron hasta el 4 de junio de 1799 presos en el Castillo de San Sebastián en Cádiz (Chaves-Bustos, 2021).
Desde luego que el proceso de cortar con España no nació de la noche a la mañana, ni es tampoco un proyecto establecido por unos cuantos en el marco de una reunión o de una tertulia, hoy por hoy se reconoce que en este proceso están imbricados múltiples pensamientos respecto de algo que fue creando un descontento contra los gobiernos españoles en América, así como las lecturas de la Ilustración Francesa o sobre la Independencia de las 13 Colonias, factores que de una u otra manera fueron llegando tanto a las élites criollas como al pueblo llano, tal y como puede percibirse en los documentos de la época a los cuales fácilmente se tiene acceso. Sin embargo, cuando aparecen los dichosos pasquines en Santafé, ya Nariño había publicado, en febrero de 1894, su traducción de los Derechos del Hombre y del Ciudadano, los cuales repartió entre unos contados amigos, y solo hasta agosto de dicho año se consideraron peligrosos, sobre todo porque creían que el propietario de la Imprenta Patriótica estaba haciendo proselitismo para hacer ver la autoridad del monarca como tiránica, aunque a ninguno se le comprobó que asintiese esas máximas revolucionarias o que convenciese a otros para que las asumiera (Hernández, 1980). Hay, además, un cuestionamiento que se abre respecto al papel que jugaron realmente los intelectuales criollos en el proceso de emancipación, sobre todo porque si bien alcanzaron a construir una comunidad de ideas, ésta fue muy estrecha, de tal manera que el aislamiento, la soledad y el arcaísmo de la sociedad habitada fueron sus principales debilidades (Silva, 2002). De tal manera que aseverar que Nariño fue juzgado por traducir los Derechos del Hombre no es del todo cierto, tras de ello hay una acusación de pervertir el orden establecido, de querer sembrar las semillas de la revolución en la España colonial, de desconocer la soberanía del rey, fundando así un sentimiento que de una u otra manera iría calando en un pequeño sector de la sociedad, de criollos intelectuales, con múltiples divergencias e interpretaciones sobre este sentimiento.
Nariño fue condenado por “conspiración general contra el Gobierno, impresión y divulgación de papeles sediciosos sobre la Revolución de Francia y conspiración de pasquines” a presidio al norte del África por diez años, junto con el teniente de milicias José de Ayala, el abogado Ignacio Sandino, el médico Manuel Antonio Froes y el tendero Bernardo Cifuentes. Habiendo huido en España, fue a Madrid a pedir por su causa, luego viajó a Paris, a Londres y luego regresó a Santafé, donde finalmente es capturado y hecho prisionero por 6 años. Quizá en su peregrinaje por Europa, así como por tierra de Comuneros, comprendió que la única forma de iniciar una revolución era contar con el pueblo llano, plan que quiso llevar a cabo en 1809, pero el cual fue descubierto y enviado preso a Cartagena, razón por la cual no aparece dentro de los acontecimientos del 20 de julio de 1810 en Santafé, pero si José María Carbonell, quien lo acompañaría luego en el golpe a Caldas, y quien excitó a las clases populares santafereñas para acompañar dicho levantamiento.
La pregunta que asalta a quienes ven la conspiración de Nariño como un tema de casta o de clase, ya que formaba parte de la alta aristocracia criolla, es la de cuál sería la forma de gobierno que implementaría si hubiese logrado romper de tajo con las autoridades españolas, Vanegas y Carrillo (2016) anotan:
Es dable pensar, por lo tanto, que en realidad no llegó a avizorar sino una reforma de la monarquía española, a la que los neogranadinos de todos los sectores sociales le tributaban y le seguirían tributando una sincera adhesión, puesto que les procuraba un orden estable y venturoso según los cánones de la época. Era tal la potencia moral e intelectual de la monarquía entre sus súbditos, que Nariño trató de justificar en diversas ocasiones lo que él mismo llamó su “crimen” de atentar contra la autoridad instituida por el monarca. Dijo que se había dejado atraer a la rebelión porque se había sentido despojado de todo lo que un hombre tenía de más precioso: su honor, su familia, sus bienes, sus amigos. Para fortuna de la monarquía, indicó, esos mismos pueblos a los que él había creído poder movilizar hacia la rebelión carecían de los conocimientos más básicos acerca del gobierno, por lo que aun si quisieran poner en práctica algún tipo de insubordinación, esa ignorancia se los impediría (En línea).
Se cae en el error de creer que el acusado confesaría toda su intensión, lo cual no es así, sin embargo, como se desprende de sus escritos políticos, en las acusaciones de las autoridades españolas, especialmente las conspiraciones que hacían en las denominadas tertulias, desde antes Nariño buscaba ya romper de tajo con la Corona española, buscando crear un gobierno que combinara las tres formas de gobierno que divisó en la propia España, Francia e Inglaterra, posición que terminaría por acarrear las enemistades con otros criollos, entre estos con Caldas, y que daría pie a la llamada Patria Boba, en donde ya claramente aboga por “la democracia directa (cabildos abiertos, elección de cuerpos representativos) para elegir un gobierno centralizado, fuerte políticamente, defensor de la independencia de los pueblos de América y propiciador del desarrollo económico” (Obando, 2007). No en vano en 1809 es nuevamente enjuiciado y enviado a Cartagena, en la cual permaneció hasta el 20 de octubre de 1810, de ahí que no haya podido participar activamente en los sucesos del 20 de julio de dicho año en Santafé.
Se ha dicho que la independencia es un proceso que implica contradicciones dentro de su propia concepción y desarrollo, y que lejos de cualquier enfoque teleológico, lo que se va vislumbrando es un ir y volver constante, sobre todo en alusión a la dichosa jura santafereña de 1808 al Deseado Fernando VII, tal y como se hizo en muchas otras ciudades de los diferentes virreinatos, lo que pone de manifiesto precisamente las contradicciones internas que se movían, muchos cuidando sus intereses particulares, baste citar el caso de las élites pastusas que fueron realistas hasta bien avanzado el proceso de la independencia en toda América, así como buscando ir acomodándose a los nuevos preceptos que se iban dando a medida que los partidarios ganaban o perdían las contiendas en dicho proceso. De ahí que acusar a Nariño de la intención de la jura o de haber guardado silencio, implica acusar a un grueso de la población de entonces.
De igual manera la visión romántica de la historia, como la de Vanegas y Carrillo (2016), quienes acusan a Nariño de ser el primer neogranadino en haber infringido la Constitución y de haber dado el primer golpe de Estado, desconociendo que Jorge Tadeo Lozano no había dado la talla que se necesitaba entonces para el inicio de un gobierno que tenía como enemigo a todas las autoridades españolas, así como al ejército que llegaba bien pertrechado desde el norte, de tal manera que era necesario retomar el rumbo y acomodar las cargas de la mejor manera para conservar la autonomía administrativa que se estaba buscando. Frente al carácter ceremonial de Tadeo Lozano, era necesario el impulso vital de Nariño.
Eso fue pasar de un extremo a otro: nada hemos adelantado, hemos mudado de amos, pero no de condición. Las mismas leyes, el mismo gobierno con algunas apariencias de libertad, pero en realidad con los mismos vicios. Los mismos obstáculos y arbitrariedades en la administración de justicia; las mismas trabas en el comercio; las mismas dificultades en los recursos; los mismos títulos, dignidades, preeminencias y quijotismos en los que mandan; en una palabra, conquistamos nuestra libertad para volver a ser lo que éramos. (Nariño, 1811, p. 18).
Un extracto de La Bagatela que resume el pensamiento de Nariño, y de donde fácilmente se extrae la necesidad de un cambio imperante frente a un gobierno laxo y desatendido del contexto continental, además, como lo anota Obando (2007): “Nariño no quiso el poder de Cundinamarca para perpetuarse en él. Su propósito era construir un modelo de gobierno apto para la liberación de América del imperio Español que dominaba el continente. Por eso se empeñó en mantener la unidad; y no se detuvo en proveer de recursos a las provincias y a Venezuela para su libertad, mientras preparaba la liberación de Pasto, Quito y Lima. Liberado el sur regresaría para acometer la defensa contra la invasión europea” (p. 63), y es bajo su mandato que finalmente, el 16 de julio de 1813, Cundinamarca proclama solemnemente su absoluta y entera independencia de España.
Y así se emprende la campaña del Sur, que tiene la particularidad de que va a enfrentar al Ejército del Rey, Fernando VII, contra los recién proclamados autónomos e independientes, de tal manera que era ya contra “una nación distinta y antagónica a la de los neogranadinos. A la construcción de este sentimiento de oposición, que es fundamental para la construcción de cualquier nación, había contribuido como pocos Antonio Nariño” (Vanegas y Carrillo, 2016, en línea).
Habiendo ya analizado la campaña del Sur en el primer aparte, razón por la cual no profundizamos en este punto que atañe principalmente a los nariñenses, pasamos al tema de la necesidad, si es que la hay, de replantear los símbolos que se han construido durante la construcción de la nación, primero enmarcada desde la concepción centralista, tanto bogotana como pastusa, además, porque tanto la visión romántica de los próceres alejan a éstos del conglomerado social contemporáneo, sobre todo porque “Desde esta perspectiva, la revolución queda reducida a una banal querella de orden moral, cuando en realidad fue el escenario de los más agudos dilemas políticos, en cuya resolución es que cobran sentido intelectual los enfrentamientos de los líderes políticos. Contada como se cuenta la vida de los mártires, la vida pública de Nariño, por añadidura, alimenta la frustración nacional; da sustento al catastrofismo, a la idea de un inicio desgraciado de la nación colombiana que termina siendo una marca indeleble” (Vanegas y Carrillo, 2016, en línea), o también desde la rayana posición realista, igual de ortodoxa cuando desconoce que la Independencia fue un proceso y la avizora desde su concepción teleológica más simplista. Terminamos este aparte con la cita de Liévano (2002), que resumirá el acontecer por venir en lo que llamamos Colombia:
A los dos (Nariño y Bolívar) los perseguirán la misma oligarquía y casi los mismos personajes; a Bolívar lo llamarán tirano, como tirano llamaron a Nariño; a ambos se intentará asesinarlos y en los dos casos se invocará, para justificar el crimen, una supuesta defensa de la legalidad, a fin de ocultar así el conflicto profundo entre la oligarquía frondista y un pueblo que luchaba instintivamente por emanciparse de los yugos criollos, no menos pesados que los yugos peninsulares. (p. 738).