Hace 40 años, José Patrocinio Jiménez cruzó de primero el Tourmalet

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A propósito de la sexta etapa del Tour de Francia que cruza el Tourmalet, recordamos que hace 40 años el ciclista colombiano José Patrocinio Jiménez cruzó de primero por este lugar, luego no pudo ganar la etapa en Pau porque no era tan bueno para el descenso como Robert Millar, quien fue el ganador de la fracción.

El “Viejo Patro”, como era conocido por los periodistas, hizo parte del equipo Pilas Varta integrado por 10 pedalistas colombianos que corrieron la ronda gala, como aficionados por única vez, luego de las gestiones realizadas por Miguel Ángel Bermúdez.

Compartimos la nota del periodista Sinar Alvarado publicada en el portal El Mal Pensante.

La conquista de Europa

En el verano de 1983, antes de Lucho Herrera y mucho antes de Nairo Quintana, diez colombianos se convirtieron en los primeros ciclistas aficionados en correr el Tour de Francia. Varios protagonistas recuerdan esa histórica escapada de los Andes a los Pirineos.

POR SINAR ALVARADO

La conquista de Europa

 Patrocinio Jiménez, una de las estrellas del equipo colombiano. © Rafael Mendoza • El Espectador


Empezaba la carrera y los colombianos no estaban listos. Quiero decir, no del todo. Estaban excitados y ansiosos; muertos de miedo ante la novedad y el compromiso que enfrentaban. Varias veces buscaron el monte para orinar nerviosos junto a la carretera. Algunos, como cualquier entusiasta, querían pedir autógrafos a los ciclistas famosos que correrían a su lado. Frente a estos pequeños actos de indisciplina, los organizadores decidieron multar con setenta francos a cada infractor. Empezaba la carrera y los colombianos ya estaban endeudados.

Aquel 1º de julio de 1983, por primera vez en setenta años de historia, en la localidad de Fontenay-sous-Bois, el Tour de Francia partió con diez ciclistas aficionados en sus filas. Correrían 3.809 kilómetros y 23 etapas entre un lote de 130 profesionales curtidos: los mejores del mundo. Pero de esos diez pioneros, solo cinco cruzarían la meta en París. 

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A principios de los ochenta el Tour lucía apagado y sin bríos: le hacía falta una renovación urgente. Pero los cambios posibles eran pocos. Y uno de ellos, bastante improbable, consistía en reanimar la antigua competencia inyectándole varios litros de sangre nueva. Desde Colombia, un país lejano y atrasado, con montañas imposibles que parían rudos ciclistas sin pulir, un tipo sagaz reconoció en esa crisis su oportunidad. Miguel Ángel Bermúdez –un visionario, decían algunos; un desquiciado, creían otros– se estrenaba entonces como presidente de la Federación Colombiana de Ciclismo. Recién llegado al cargo, entre finales de 1979 y principios de 1980, hizo su primera movida de aproximación:

–Contraté a una secretaria bilingüe, porque el idioma del ciclismo es el francés. Ella traducía nuestros boletines y los enviaba a Francia. Y al mismo tiempo traducía al español lo que mandaban los medios y las organizaciones ciclísticas de allá. Así empezamos a hacer lobby. En esa época estábamos en una Vuelta a Colombia cuando recibí el perfil del Tour de l’Avenir, que es una carrera para ciclistas amateurs. Entonces mandamos un equipo encabezado por Alfonso Flórez, y ganamos en 1980.

Flórez, un ciclista de Bucaramanga, venció contra todo presagio al ruso Sergueï Soukhoroutchenkov, el mejor corredor aficionado de aquel momento. Flórez era el primer ciclista no europeo que ganaba la prueba. Y al año siguiente otro colombiano, el boyacense Patrocinio Jiménez, terminó de tercero en la misma competencia. Ambos, sin saberlo, estaban abriendo las puertas a sus paisanos en los circuitos de Europa.

Basado en estos antecedentes, Bermúdez atacó:

–Fui y hablé con Félix Lévitan, el director del Tour de Francia, y le dije: “Oiga, los colombianos son el show aquí. ¿Por qué no nos invita, les damos la pelea a los rusos y levantamos esto?”.

A Lévitan le sonó la propuesta, pero llevarla a cabo exigía cambiar los estatutos de la carrera más importante, y cambiar además el reglamento de la Unión Ciclista Internacional. Solo así el Tour podría funcionar como un evento abierto, y permitir la entrada de varios equipos aficionados. Bermúdez viajó a Europa varias veces a partir de 1980, y logró convertirse en delegado ante la Federación Internacional Amateur de Ciclismo. Las gestiones siguieron, varios equipos (Rusia y Venezuela entre ellos) recibieron invitaciones, pero solo Colombia aceptó el reto. Y en pleno Tour de 1982, el propio Lévitan hizo por fin ante los medios el anuncio oficial: un equipo de diez ciclistas colombianos correría la gran vuelta del año siguiente.

Pero los corredores franceses pusieron algunas condiciones antes de dejarlos entrar. Ellos sabían que los colombianos eran buenos escaladores, peligrosos en la altura; de modo que exigieron a la organización un recorrido que incluyera largas etapas llanas al principio de la competencia. Etapas como la cuarta, de Roubaix a El Havre, la más extensa de todo el Tour: 300 kilómetros que iban a moler las piernas de los escarabajos antes de ver siquiera la primera montaña. La estrategia de los ciclistas profesionales, dice Rafael Mendoza, enviado especial de El Espectador, era simple:

–Cansarlos. Que al llegar a la montaña, los colombianos no tuvieran con qué subir.

La fantasía de ese primer viaje a Europa, antes de concretarse, debía superar además algunas maniobras burocráticas. Bermúdez diseñó el proyecto como si se tratara de una empresa: con objetivos claros, estructura, posibles beneficios y un presupuesto detallado. Y empezó a buscar en Colombia a los patrocinadores que podían financiarlo. Tocó muchas puertas con aquella propuesta bajo el brazo, sobre todo las más grandes, porque hacían falta 35 millones de pesos para llevarla al terreno. El plan era convencer a siete patrocinadores y repartir la carga en partes iguales. Como el objetivo era ambicioso, lo bautizaron en concordancia con la desmesura del debut, una suerte de desquite con el Viejo Continente: “La conquista de Europa”.

Pero nadie parecía dispuesto a apoyarla. Varias de las corporaciones más sólidas del país, entre ellas Postobón, consideraron el proyecto tan costoso como irrealizable. Una quimera. Y en esa búsqueda sin resultados pasaron varios meses. Hasta que apareció Pilas Varta. 

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Varta, una empresa de capital colombiano y alemán, fabricaba baterías para competir –tratar de competir– con Eveready, el gigante norteamericano. La pequeña firma controlaba apenas el 14% del mercado nacional, mientras la famosa pila roja rondaba el 80%. Tal vez la empresa entró al juego estimulada por la empatía: ellos, como los escarabajos, repetirían la eterna lucha desigual de David contra Goliat.

En Caldas, donde funcionaba su fábrica, Varta patrocinaba a jóvenes ciclistas en carreras locales desde fines de los años setenta, y con su modesta campaña estaba recibiendo muy buena publicidad. Una tarde de 1982, al finalizar una etapa de la Vuelta a Colombia en La Pintada, Antioquia, los directivos de la empresa y algunos hombres de mercadeo le pidieron a Bermúdez que les dejara ver el plan. Hugo Rubio, un joven ejecutivo de publicidad, estaba allí esa tarde:

–Nos tomamos unos aguardientes y le dijimos: “Venga y muestre cómo es ese proyecto”. Se trataba de hacernos invitar al Tour de Francia en calidad de aficionados.

A los hombres de Varta la apuesta les sonó viable, y decidieron lo impensable: financiar ellos solos toda la empresa.

Sentado en la sala de su casa, ahora en sus sesenta, rodeado de viejos anuncios de prensa y escarapelas que recuerdan su paso por el Tour, Rubio recuerda:

–En principio ese fue un asunto netamente mercantilista: queríamos vender más pilas. Pero también fue algo que hicimos con mucha mística, porque le teníamos fe al ciclismo. Además, el riesgo era altísimo: financiar “La conquista de Europa” significaba sacrificar las utilidades de Varta por tres años seguidos. Imagínese, de ese tamaño era la decisión. Consultamos con todo el mundo, incluso con los socios en Alemania, que no entendían nada; no conocían la importancia del ciclismo en este país. Pero al final funcionó: eso le convino al deporte y también fue un negociazo. En tres años, Varta pasó del 14 al 42% de participación en el mercado. Fue una locura, la mejor campaña publicitaria de la década. Íbamos a las universidades y a los congresos de publicidad a explicar cómo lo habíamos hecho. Recorrimos el país con los ciclistas e hicimos unos comerciales de televisión donde salía Cochise diciendo: “Compre pilas Varta y apoye el ciclismo colombiano”. La ley nos obligaba a usar un locutor. Así que doblamos la voz de Cochise con un imitador. Y nadie se dio cuenta de que no era él quien hablaba.  

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“Cochise” Rodríguez, una de las grandes glorias del ciclismo colombiano, un precursor, había corrido el Tour en 1975 como escudero del capo Felice Gimondi. Cochise fue fundamental en la aventura europea, porque no todos confiaban. A pesar del apoyo de Varta, y de la euforia de algunos, muchas voces todavía consideraban aquello un suicidio. En los círculos del ciclismo y en la prensa especializada se presagiaba el fracaso de los escarabajos, y veían a Bermúdez como el promotor y el culpable de ese delirio. Ante la presión, Bermúdez empezó a dudar, y decidió consultar a un experto. Entonces viajó a Medellín y se entrevistó con el veterano que ya había brillado en Francia ocho años antes:

Cochise, dígame, ¿de verdad estoy loco?

Ahora, con más de setenta años encima, pero todavía vinculado al ciclismo como asesor, Cochise está sentado en un hotel de Zipaquirá. Acaba de terminar una etapa del Clásico RCN; dos mecánicos desarman y limpian las bicicletas a pocos metros de distancia, y él recuerda con claridad y humor la respuesta que le dio al angustiado Bermúdez:

–Qué loco va a estar, hombre. Si yo, viejo y trabajando para Gimondi, llegué de 27, usté con esos muchachos se mete por lo menos entre los quince primeros. Hágale.

El veredicto de la leyenda dejó a Bermúdez más tranquilo, y enseguida se fue a Bucaramanga para entrevistarse con Alfonso Flórez, el ganador del Tour de l’Avenir. La idea era convencerlo para que viajara a Francia como líder del nuevo equipo colombiano. Y Flórez, como Cochise, confirmó el veredicto: había en el país suficiente talento para intentar algo en el Tour. Había corredores capacitados, dijo, pero tenían que seducirlos con un argumento imposible de rechazar:

–Págueles bien, doctor, que esos pelaos por plata hacen lo que sea.

Presentación del equipo Varta ante los medios © Rafael Mendoza • El Espectador

Lo siguiente era escoger a los mejores ciclistas disponibles: muchachos con talento, pero también con experiencia, que hubieran tenido buen desempeño en carreras dentro y fuera de Colombia. La Federación les ofreció un buen salario mensual durante todo el año (hasta esa fecha los ciclistas colombianos solo recibían una suma por cada carrera que corrían), prestaciones sociales y un fondo común adonde iban a parar los premios que ganara cualquier corredor. Todo eso se repartiría luego entre los miembros del equipo, incluido el personal técnico. Así la motivación se repartía también entre todos como una fuerza común. Consultaron a periodistas, directivos, ciclistas retirados, y reunieron en poco tiempo los diez nombres definitivos: Patrocinio Jiménez, Cristóbal Pérez, Julio Rubiano, Samuel Cabrera, Edgar Corredor, José Alfonso López, Rafael Tolosa, Fabio Casas, Abelardo Ríos y Alfonso Flórez, como líder del equipo. En la reserva, listo para correr en caso necesario, viajaría el corredor número once, que jamás tuvo su oportunidad: Epifanio Arcila.

Entonces, por fin, los organizadores pudieron viajar a Francia un año antes de la carrera, para comprometerse de manera oficial ante el Tour de Francia. En aquel grupo iban Miguel Ángel Bermúdez como representante de Fedeciclismo; Cochise Rodríguez como asesor e imagen del equipo; Saulo Barrera, presidente de Pilas Varta; Luis Ocaña, un ciclista español que había ganado el Tour diez años atrás, como director técnico; y Norbert Vincent como anfitrión, otro aliado y asesor que contrataron para agilizar cualquier gestión ante los franceses. Se firmó el contrato de participación a mediados de 1982 y la aventura ya era tangible: Colombia intentaría “La conquista de Europa”.

En Villa María, un pueblo en las afueras de Manizales, Varta organizó varios meses antes del viaje el lanzamiento oficial del equipo en su fábrica de pilas. Allí fue la apoteosis. El acto se hizo de noche, asistieron personalidades de la ciudad, la directiva de la empresa y dirigentes de Fedeciclismo; estuvieron también los corredores con sus familias y todo fue reseñado por los medios, que enviaron reporteros a registrar el gran evento. 

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Pero antes debían prepararse. El equipo Varta arrendó una casa amplia al norte de Bogotá y concentró allí a los ciclistas durante diez meses. Como entrenamiento salían a competir en carreras locales. Y buscando lograr el estado físico ideal, apretaron las tuercas: ya no corrían 80 kilómetros diarios, sino 250, porque ese año enfrentarían un reto mayor: la Vuelta a Colombia, por ejemplo, tenía solamente 1.700 kilómetros, la mitad de lo que correrían en Francia. Les asignaron un psicólogo deportivo, dos masajistas, profesores de francés y un médico deportólogo, el doctor Carlos Alberto Osorio, que siempre había alternado su carrera entre el ciclismo y el fútbol, cuando trabajaba para el Once Caldas. Osorio pasaba la mayor parte de su tiempo en esa casa, preparando a los muchachos a punta de ciencia:

–Eso antes era una casa de citas. Por las noches nos despertaban a cada rato los borrachos que llamaban por teléfono: “Oiga, ¿las niñas todavía trabajan ahí?”. “¡No, deje de molestar!”.

Los ciclistas estaban en buenas condiciones de salud, dice Osorio, pero él estaba preocupado por sus dientes:

–Tenían muchas infecciones en la boca. Y esa es la cuota inicial para una tendinitis o un desgarro muscular. Tuvimos que hacer tratamientos y reemplazarles varias piezas.

De hecho, dos años más tarde, en pleno Tour, dos odontólogos franceses, en dos momentos distintos de la competencia, amanecieron fabricando prótesis dentales para Lucho Herrera y Fabio Parra, que llegaron a perder piezas en plena carretera. Uno de ellos trabajó gratis: “Es un honor trabajar para un corredor del Tour”, dijo, y se fue. 

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Por fin, después de tantas diligencias administrativas, el equipo estaba listo para el viaje. Hubo una cena muy elegante en el Salón Esmeralda del Hotel Tequendama, donde los ciclistas, la gente de Varta y los directivos de Fedeciclismo fueron atendidos por meseros que iban de chaqueta y corbatín. Luego, horas antes de partir, el presidente Belisario Betancur los despidió en la Casa de Nariño después de regalarles una bandera, presagiando en su discurso los grandes logros que el equipo traería para el país. Mientras los ciclistas se dejaban fotografiar en estos actos, doce horas antes del vuelo ya estaban las bicicletas y todo el equipaje en el Aeropuerto Eldorado: a la Federación y a Varta les preocupaba mucho que alguien fuera a colar mercancía ilegal entre tanta carga deportiva (más adelante, en el apogeo del ciclismo colombiano de mediados y fines de los ochenta, varios corredores fueron detenidos con cocaína en distintos aeropuertos del mundo). 

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Lo primero fue el asombro: para todos los ciclistas colombianos, incluso para algunos directivos, aterrizar en París fue un gran impacto. La mayoría pisaba Europa por primera vez. Y el segundo golpe fue el calor: los ciclistas no estaban acostumbrados a correr con temperaturas tan altas, y el verano francés los castigó. El director técnico Luis Ocaña les dio un truco que ayudó (una hoja de repollo húmeda bajo la gorra), pero no había paliativo real para combatir aquella temperatura extrema.

Uno de los muchos percances fue consecuencia del calor. En una etapa los carros de apoyo se cansaron de esperar a José Alfonso “el Pollo” López, y este no aparecía. Los técnicos, que viajaban con el médico, volvieron por la carretera y encontraron a López metido en una quebrada, con los brazos abiertos, recibiendo el agua fría como un cristo agradecido.

–La bebida oficial del Tour –recuerda Osorio– era el agua Perrier, pero los colombianos estaban muy acostumbrados a la Coca-Cola. Ese día el Pollo se emberracó y dijo que sin Coca-Cola él no seguía. Le dimos una y se volvió a subir a la bicicleta. Ocaña prohibió la Coca-Cola, pero no se las podíamos quitar de la noche a la mañana. Así que metíamos las latas escondidas en los carros, y se las dábamos en la carrera sin que nadie se diera cuenta. Un día se me acercó Bernard Hinault (cinco veces campeón del Tour, una de ellas el año anterior), y me pidió una. Después eso se empezó a ver cada vez más, hasta que la Coca-Cola se convirtió en la bebida oficial del Tour. ¡La culpa fue nuestra!

Después de salir de la quebrada, el Pollo empezó a subir una montaña y a los pocos kilómetros se volvió a bajar de la bicicleta. Estaba exhausto y de pésimo humor. Cuando el carro lo alcanzó, le dijo al mecánico que con esa relación en el piñón no podía seguir, que necesitaba otra llanta. Y que además quería un Alka-Seltzer. Continúa Osorio:

–En ese carro no llevábamos llantas, pero Alka-Seltzer sí tenía. Entonces, mientras yo le daba el medicamento, el mecánico desmontó la llanta, le dio la vuelta al carro y se la mostró como si la hubiera sacado del maletero. “Pollo, ¿te sirve esta?”. “Sí, esa es la que necesito”, le dijo convencido. El mecánico volvió a montar la llanta y el Pollo, figúrese, ¡adelantó como cincuenta puestos ese día!

Con los colombianos llegó también la panela al ciclismo europeo: transportaron desde Colombia un bulto de por lo menos cien kilos para preparar la bebida favorita de todo el equipo. Los europeos miraban extrañados aquella sustancia, y hacían chistes despectivos. Pero los escarabajos la consumieron, aunque solo durante ese año, porque después descubrieron que en el ciclismo profesional había bebidas energéticas mucho más sofisticadas, más limpias y, sobre todo, más fáciles de transportar. El año 1983 fue el debut y la despedida de la panela en el Tour de Francia. 

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En esas primeras etapas, Patrocinio Jiménez empezó a sobresalir. Para detenerlo, el francés Duclos-Lassalle lo empujó y el colombiano fue a dar a una zanja junto a la carretera. Pero se subió de nuevo a su bicicleta y siguió. Más adelante, cuando el lote llegó a la montaña, Patrocinio empezó a despuntar otra vez. Cada día sobresalía, y un grupito de corredores franceses pensó en serio que el pequeño aficionado podía ganar la competencia. Una noche, con discreción, varios profesionales se acercaron al hotel donde dormían los colombianos y ofrecieron apoyar a Patrocinio hasta la meta a cambio de dinero. Saulo Barrera buscó al periodista Rafael Mendoza y le planteó la oferta de los franceses. Mendoza consideró que no era un buen negocio. “Pregúntele a Cochise”, recomendó. Y el veterano opinó lo mismo:

–No bote esa plata. Vea, si tienen que matarnos, nos matan. Pero estos tipos no van a dejar que un colombiano aficionado gane el Tour de Francia en el primer intento. 

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Todas las mañanas, antes de correr cada etapa, los ciclistas colombianos ingerían 4.000 calorías por consejo del médico. En ocasiones, si la carrera era cerca del mediodía, desayunaban y almorzaban antes de subir a las bicicletas, porque el mediodía les llegaba en plena ruta, y ya no había forma de almorzar.

La alimentación era fundamental. Podía favorecer a los corredores, o perjudicarlos si cometían un error fatal. Ese fue el caso de Alfonso Flórez, el líder del equipo Varta. En algún punto durante la carrera, Flórez se tomó un jugo de caja. Quizá lo recibió de un entusiasta, de esos que ofrecen bebidas a orillas de la carretera. Tantas veces el médico les había dicho a los ciclistas que no aceptaran nada durante la carrera, y si lo aceptaban, que estuviera sellado. Lo cierto fue que Alfonso Flórez se intoxicó, y tuvo que abandonar la competencia antes de llegar a la mitad del camino: en la undécima etapa.

En un pequeño hotel de los Pirineos trabajaba uno de los cinco mejores cocineros de Francia. El hombre cocinó varias veces para los colombianos, porque tenían ese hotel como base de operaciones, y les prometió que un día los premiaría con su especialidad: foie gras. Cuando por fin llegó la oportunidad, el chef sirvió aquel paté en los platos de la comitiva y casi ninguno fue capaz de comerlo. Tuvieron que esconderlo en los bolsillos para salir luego a la calle y botarlo sin contemplaciones.

También hubo discriminación: muchos ciclistas europeos vieron por primera vez a los menudos ciclistas colombianos y se burlaban de su estatura. Además los llamaban “indios”. El que más se ensañó con ellos fue el novato estrella, Laurent Fignon, que aprovechaba los lotes para darles codazos a los escarabajos. Al final, lo recuerda Patrocinio Jiménez, “el vergajo fue el campeón de ese año”. 

Abelardo Ríos toma la curva en medio de espectadores franceses © Rafael Mendoza • El Espectador

La carrera no había empezado cuando al equipo se unió una colombiana muy joven que se ofreció a cambiar los dólares que fueran necesarios. Lo hizo en las primeras etapas, y en adelante, cada vez que un colombiano necesitaba francos, ahí estaba la figura frágil de esa paisana misteriosa, que manejaba fajos de billetes siempre a disposición. Por fin el Tour terminó en los Campos Elíseos, y así como apareció, se esfumó.

También hubo otra chica, una rubia francesa que siempre estaba cerca de los colombianos en todas las llegadas de las etapas. En París, el último fin de semana de la carrera, uno de los corredores se le acercó a un directivo con una petición:

–Oiga, jefe, esa mona anda detrás de mí. Necesito un cuarto para mí solo.

Y así fue: el esforzado escarabajo pasó dos noches en un hotel de París, nadando en la gloria con su rubia francesa. 

Los ciclistas colombianos pagaron la novatada en las extensas etapas del Tour: 24 días sin descanso, en segmentos que se prolongaban hasta 300 kilómetros. Rafael Mendoza recuerda la etapa más larga:

–Salimos a las siete de la mañana y llegamos a las siete de la noche. Doce horas tirando pedal. Yo pensaba: si en carro es duro, cómo será en bicicleta.

Ocurrió varias veces: los colombianos llegaban a la meta y todavía debían recorrer otros 20 kilómetros hasta el hotel. Entonces, después de muchas horas pedaleando, habían perdido temporalmente la capacidad de caminar, y los miembros del equipo debían cargarlos en brazos hasta sus camas. Mendoza los veía vencidos noche tras noche:

–Antes de dormir yo hacía una ronda por las habitaciones, y lo que escuchaba eran quejas: “Yo mañana no salgo”, decían los muchachos. “Yo llego hasta aquí”. Pero por la mañana estaban mejor de ánimo y volvían a correr.

Una de esas noches, en busca de ayuda, dos ciclistas tocaron la puerta del médico Osorio. Querían que les inyectara algo potente, cualquier medicamento que les diera ventaja en la contrarreloj del día siguiente. Osorio les pidió que lo esperaran afuera. Entró a la alcoba y le comentó divertido al periodista Mendoza, su compañero de habitación:

–Ya va a ver cómo los engaño.

Cogió un frasco de vitaminas comunes y sacó dos dosis. Luego hizo pasar a los ciclistas y los inyectó. Al día siguiente, típico efecto placebo, ambos hicieron los mejores tiempos del equipo en esa prueba. Osorio, desde ahí, quedó con fama de genio entre los ciclistas.

La crisis estalló a mitad de carrera: Tolosa cayó en la quinta etapa, Cristóbal Pérez en la novena; Rubiano, Casas y Flórez en la undécima, y solo quedó la mitad del equipo en la carrera. Desmoralizados, los sobrevivientes se encerraron en el hotel a llorar junto a los directivos. La presión era desmedida, y todavía tenían el equivalente a una Vuelta a Colombia por delante. Millones de colombianos seguían la actuación de sus paisanos en la vuelta ciclística más importante del mundo. La gente despertaba en plena madrugada para escuchar la competencia en vivo por la radio. No podían fallar. Aunque fueran la mitad del equipo, debían terminar la carrera. 

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Los escarabajos eran muchachos muy jóvenes, todos entre los 23 y los 29 años. Y la falta de madurez, dice ahora “Condorito” Corredor, les afectó mucho durante la carrera. En cada etapa, en cada pueblo, los ciclistas se procuraban monedas y buscaban alguno de los poquísimos teléfonos públicos para llamar desde ahí a sus madres y esposas en distintos pueblos de Colombia: para contarles cómo iba el Tour. Pero sobre todo, para pedir apoyo moral y saber cómo iban las cosas en la casa. Y claro, se desconcentraban.

La Federación tuvo que pedirles a los familiares en Colombia que no cargaran a los corredores con problemas domésticos que no podrían resolver estando tan lejos. Después implementaron un servicio médico familiar, para atender a cualquiera que necesitara ayuda en este lado del océano, y en lo posible no contaminar el ambiente de competencia que se vivía en Francia. 

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Realmente eran dos carreras: la de los ciclistas y la de sus respectivos equipos. Decenas, centenares de carros se desplazaban a velocidades insensatas por carreteras minúsculas, todos desesperados por estar lo más cerca posible de sus corredores. Si algo fallaba en una bicicleta, si se producía un accidente, el corredor tenía que esperar hasta que llegara su equipo de apoyo.

Desde las seis de la mañana el equipo estaba en diligencias: reclamando las bolsas de comida para los ciclistas, revisando las bicicletas, evaluando las condiciones físicas de los deportistas y el estado de los carros, orientándose con los mapas pese a su escaso manejo del francés. Es decir, tratando de dominar la inmensa logística que sostiene la actuación de los corredores.

A los hoteles, detrás de los colombianos, llegaban cada tarde grupos de vendedores que ofrecían piezas y repuestos de las marcas más conocidas: Shimano, Campagnolo, Mavic. Casi todos los ciclistas compraron mercancía dispuestos a venderla en su regreso a Colombia. Después del Tour, en el Aeropuerto Charles de Gaulle de París, Varta tuvo que pagar más de 500 kilos de sobrepeso. Una fortuna. Los organizadores pusieron el dinero de la empresa, pero hicieron a los ciclistas una advertencia: en el próximo viaje, cada quien pagaría lo suyo. Los habían llevado para correr, no de compras.

En años posteriores, cuando los escarabajos volvían a Colombia, Hugo Rubio, devenido en gerente del equipo, tenía que hacer un arqueo de caja para justificarle al patrocinador todo el dinero invertido. Guardaba recibos de cada gasto (hoteles, restaurantes, farmacias, tiendas de pueblo), pero en una oportunidad llegaron a faltarle 10.000 dólares que no aparecían por ningún lado. Tuvo que repasar cada operación nuevamente, y se pasó dos meses verificando hasta que las cuentas por fin cuadraron. Rubio pasó por el Tour de Francia en tres ocasiones, pero también trabajó para los escarabajos en la Vuelta a España y en el Giro de Italia. Dos años después del primer viaje, en sus interminables recorridos por las carreteras de Europa, se había vuelto un viajero tenaz. Pasaba días enteros saltando de un país a otro, buscando repuestos, medicinas y cualquier cosa que hiciera falta para el equipo.

–En el 85 cogí un carro con 3.000 kilómetros, nuevo, y lo devolví con 65.000.

Dice Bermúdez:

–En los últimos 60 kilómetros fue cuando más sufrieron los colombianos, porque ahí es cuando llega la televisión. Llegan las motos con las cámaras y salen esos europeos disparados, a sesenta o setenta por hora, a lucirse frente a todo el mundo. Y los colombianos no estaban acostumbrados a ese ritmo. 

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El Tour de Francia de 1983 fue un laboratorio: el globo de ensayo que el ciclismo colombiano lanzó para demostrar al país, al mundo y a sus propios ciclistas que ese nivel de competencia no era una empresa inalcanzable. Patrocinio Jiménez ejecutó una proeza en su ascenso al Tourmalet, por encima de los 2.000 metros, y vistió durante 18 etapas la camiseta de pepas rojas que lo distinguió como el mejor escalador en buena parte de la carrera. “Condorito” Corredor, el otro héroe debutante, fue tercero en el Alpe d’Huez, otro ascenso mítico, y logró el mejor tiempo entre los colombianos, el puesto 16, seguido por Patrocinio en el puesto 17. El pronóstico de Cochise se había cumplido casi con total precisión.

A partir de ese año empezó la internacionalización de los corredores locales; los equipos europeos se interesaron en varias figuras, y se volvió cada vez más común ver a algún colombiano resaltando en un lote, entre centenares de europeos. Hasta el día de hoy, Colombia sigue siendo el único país no europeo que participa en la vuelta ciclística más importante del mundo.

Cuando la edición 70 del Tour culminó, cuando los 140 corredores de catorce equipos volvieron a sus casas, los especialistas dedicaron todavía varias semanas al análisis de los resultados. Fignon, el novato que resultó campeón de ese año y también del siguiente, recibió los elogios que siempre se reservan para el vencedor. Pero al mismo tiempo, en las páginas de la prensa especializada, los aficionados colombianos empezaban a destacar con el brillo inusitado del amateur notable.

Jacques Anquetil, alias “Monsieur Crono”, el primero en ganar cinco veces el Tour, el primero en ganar las tres grandes vueltas (dos veces ganador del Giro y una vez campeón de la Vuelta a España); el hombre que le arrebató el récord de la hora al legendario Fausto Coppi, después de catorce años de dominio, publicó en el prestigioso diario L’Équipe un artículo dedicado al equipo colombiano de ciclismo. Sorprendido ante el debut de los escarabajos, el gigante Anquetil escribió: “Si vuelven, serán terribles”.

Y volvieron.

Foto: Oscar Restrepo Pérez

Nota original:

https://elmalpensante.com/articulo/3005/la-conquista-de-europa

Author: Admin

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