Las vendedoras de mote

Pablo Emilio Obando, columnista
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Pablo Emilio Obando Acosta
peobando@gmail.com

Apenas encendía el Sol y en la casa se iniciaba una rutina de escuela, trabajo y cocina, se escuchaba la voz fuerte y sonora de un grupo de señoras, vestidas de follón negro y alpargatas, como unas guaneñas resignadas a su sencilla labor de marchantas ambulantes. ¡¡El mote, el mote, el mote…!!

Se escuchaba el golpear de la puerta y en sus costados se levantaba la figura tierna y serena de una viejecita de manos humildes y arrugadas. Era la vendedora de mote, la señora que con su canastilla de mimbre, un mate o una taza de aluminio adornada con flores y zarcillos nos regalaba una sonrisa al tiempo que nos ofrecía y nos permitía ver un canasto lleno de mote: humeante, fresco, como pequeños copos de nieve que se abrían en medio de la algarabía familiar.

Don Nelson, como llamaban a mi padre, tomaba entre sus manos una pequeña muestra, los llevaba a su boca y lo saboreaba como una especie de maná surgido del asombroso canasto que se ofrecía generoso y puro.

La “ñapa” para don Nelson era la costumbre de cada una de ellas. Un pequeño tazón que surgía del fondo del mote humeante y que se esparcía en medio de risas, miradas alegres y el característico aroma de un fruto hecho de maíz y ceniza.

El mote se preparaba y servía como una fórmula exquisita y variada, con café negro, con huevo y cebolla o, simplemente, con pequeños bocados que no requerían acompañamiento alguno.

Las señoras del mote, como gentilmente las llamábamos, tenían su rutina y su clientela. Nos contaban historias de su tierra y de su gente, de sus anhelos, de unos mejores días que les permitan llevar un mejor sustento a su hogar. Eran mujeres humildes, pobres, de estrato bajo y que se adornaban con trenzas, follado y alpargatas o zapatos de tela. Buenas, nobles y generosas. Trabajadoras incansables que entre canastos de mimbre confiaban sus penas y amarguras.

Para mi padre el mote era un manjar. Lo miraba, lo tocaba, lo acariciaba y lo acicalaba como si en ello estuviera el secreto de su sabor. Se lo servía en plato grande, con café negro y con un pan que nos provocaba deseos y algunos regaños por nuestro afán de no esperar la orden de iniciar el banquete que generoso se mostraba en nuestra mesa.

Mi madre, Lucía, desfilaba con los exquisitos platos. La seguían María y Silvia, las empleadas que con paciencia y ternura atendían nuestros días de niñez y nos acompañaban en nuestros juegos y aventuras. Preparaban sabiamente el mote, sin dañarlo ni quebrarlo, como frágil diamante que requería de manos diestras para su conservación.


Eran días de carbón o leña, levemente asomaba el progreso en nuestras casas y la energía eléctrica era un anhelo que nos hacía soñar con días iluminados y noches claras como la Luna.

El mote entraba para anunciarnos sonrisas y afectos. Las “moteras” también recibían la contraprestación de su generosa ñapa. En platos y tazas de aluminio recibían su café negro con un pan que les parecía un manjar. Nos miraban, nos agradecían con su silencio o con la tenue voz de las humildes mujeres que entienden que la vida no fue tan generosa a la hora de repartir bienes. Ellas parecían seres invisibles, transparentes, una especie de ángeles que en vez de alas llevaban en su espalda un cesto cubierto con un mantel de flores o pequeños pájaros de colores. En su interior el humo simulaba pequeños volcanes en perpetua erupción.

Las manos de las “moteras” recibían unas cuantas monedas, que las contaban como si se tratara de un tesoro. O pequeños y arrugados billetes de “a peso” que les permitirían adquirir los alimentos y comestibles para mitigar el hambre y la pobreza de su humilde hogar.

La ceniza y el fuego modelaban el maíz hasta convertirlo en pequeñas esferas de blanco y atractivo color. Esa magia ya no se realiza en este Pasto que mediante el progreso y la modernidad sepultó viejas imágenes que hoy únicamente son recuerdos y nostalgias. Esa alquimia vibra en la memoria, en el anhelo de ese hogar que nos hacía pensar que la inmortalidad existe y que se fragua en los abrazos y los besos de nuestros mayores.

El mote fue ese instante que se hizo eternidad, que nos recuerda el olor de nuestros padres y hermanos y que nos transporta hacia rincones de la vida que nos habitan y persiguen.

Recuerdo a mis hermanos sentados alrededor de la mesa. Saboreando el olor de la inmortalidad en cada bocado de mote. Y a mi madre, mirándonos como si fuéramos ángeles de luz, iluminados por la fulgurante figura de pequeñas esferas que llegaban de las manos de esas tiernas señoras que entre voces y palabras formaban la luz con su mote y su presencia.

Seguramente usted también recuerda con esa misma fascinación a esas dulces presencias. Con sus canastos, sus viandas, su ruana y su follado. Y en su paladar se dibuja, entre líneas, ese mote que nos enseñó a formar hogar, a abrazar la eternidad y forjar nuevos caminos que nos llevarían lejos de nuestras queridas presencias.

¡¡¡El mote, el mote…!!! Palabra que se enciende en cada noche sin estrellas y que nos lleva a universos hechos de sueño y ceniza.


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