Desde Nod
Por Alejandro García Gómez
pakahuay@gmail.com
Era el año de 1985 o mejor era toda esa violenta y luctuosa década colombiana de 1980. Y no fue por generación espontánea que los 80’ hubieran llegado a convertirse en violentos y luctuosos. No. Jamás ocurre generación espontánea en los procesos históricos: los acontecimientos significativamente cruciales van ocurriendo siempre con un, y desde un, nexo inexorable. Ésta era la década hija de los 70’, la del fin de la llamada “La Edad de oro” o de “Los Años Dorados” de la posguerra (1950-1973, según Hobsbawm); “Años dorados” que también sirvieron para el inicio del auge del narcotráfico (que a su vez tiene también otras causas que no son del caso tratar aquí) cuando se comenzaba a denunciar tímidamente el acercamiento de nuestras carcomidas élites políticas, económicas, militares y religiosas hacia los raudales de dineros narcos que comenzaban a correr, a expandirse y a convertirse en torrentes cada vez más caudalosos, transformando la vida de todos a expensas de los jóvenes de las ciudades y de los campos. La revista internacional Visión denunciaba por ejemplo, los presuntos nexos del candidato y luego presidente Julio César Turbay con los dineros de los productores y comercializadores de la marihuana de la Costa Caribe. Ya en inicios de la década del 80’, alguna prensa colombiana, con temor, denunciaba que los candidatos con mayor opción a la presidencia de la república para el período 1982-1986 (Alfonso López Michelsen y Belisario Betancur), realizaban gran parte de sus giras proselitistas encaramados en las avionetas y en los helicópteros de los narcos de los carteles de Medellín y Cali, que ya habían desplegado toda su fuerza amenazante y descuartizadora con que se mantendrían siempre, fuerza compradora de conciencias a todo nivel: de los gobiernos, de los políticos, de los dirigentes empresariales, de las Fuerzas Armadas y de Policía y hasta de la alta clerecía eclesiástica católica; la misma del “plata o plomo” que se aplicó indistintamente para jueces, magistrados, militares y policías honestos.
Pero también en abril de 1970, la cúpula del gobierno de Carlos Lleras Restrepo, confabulado con las mismas élites colombianas de las que hablé, sin distingo de partidos políticos había perpetrado el descarado robo de las elecciones a un general retirado, a Gustavo Rojas Pinilla, que había sido dictador hacía algo más de una década, y quien se cayó de dictador no por todo lo que se robaron él, su familia y su “amigos” (lo de siempre acá), sino porque se enemistó con los mismos que le pusieron en bandeja de plata el golpe; les había cortado una parte del chorro de sus privilegios. Ellos mismo pagaron, de su propio bolsillo, la huelga general que lo tumbó en 1957.
En 1971 había tenido lugar la primera huelga estudiantil a nivel nacional (que me estrenó a mí como primíparo y huelguista estudiantil de la Universidad de Nariño) con el infaltable despliegue gubernamental de represión y muerte, sordo e indiferente ante las peticiones juveniles. Si los movimientos populares y estudiantiles sólo se midieran por los logros propuestos en el papel, esa la perdimos. Pero jamás Colombia volvió a ser el monasterio de antes de esa huelga nacional estudiantil. Ella trastocó los valores paradigmáticos de los nuevos colombianos para siempre, porque poco a poco abrió los ojos de toda la clase media y popular a una nueva forma de consciencia. Visión literaria de esta huelga nacional se da en las novelas El Titiritero (1977) de Gardeazábal, El tango del profe (2007) de quien estas líneas escribe, y muy seguramente en otras. Pero claro que esta década del 70’ venía de otra similar y así sucesivamente hacia atrás, como señalé. Cuando la década del 70’ cerró, abrió el 80’ con el presidente que hizo correr ríos de sangre política por las calles de Colombia, el limitado de ideas mentales, pero astuto y trepador Julio César Turbay (1978-1982) y su Estatuto de Seguridad. Era tan limitado de ideas pero tan infinitamente astuto, que la infinidad de libros que le obsequiaban, él a su vez los regalaba a mentes que sabía sí los leerían y entenderían; luego de un tiempo les preguntaba cómo les había parecido tal libro y “recibía el informe”, con preguntas de lo que le interesaba. Llegó hasta el cinismo de “recomendar” que él sólo aceptaba “la corrupción en sus justas proporciones”, otra de las frases inscritas en el muro de la infamia nacional, que se sigue a rajatabla por los gobiernos, sea el que sea.
A raíz del robo de las elecciones de 1970 por Carlos Lleras, un grupo grande de profesionales e intelectuales de clase media y media burguesa que habían simpatizado o pertenecido al partido del general dictador que –con su hija María Eugenia- se había transformado de la noche a la mañana en “socialista-nacionalista” para estas elecciones (partido “Alianza Nacional Popular”, Anapo), se confabularon y organizaron un movimiento armado. Nacía otro grupo guerrillero cuyo ideal era un también llamado “socialismo nacionalista”. Su accionar militar se basaba en la espectacularidad de sus actuaciones, que se convirtió en un atractivo show internacional. Se llamó “Movimiento 19 de Abril”, M-19. Al comienzo la Anapo (partido del ex golpista, ex dictador, presunto ladrón y ahora presunto “socialista-nacionalista” con su hija y su familia) se apoyaba subrepticiamente en las armas del M-19. Cuando se hicieron públicos sus vínculos, Anapo hizo también pública su separación del grupo guerrillero. El accionar de El M (como se le llamaba también, popularmente) tuvo inmensa importancia en los gobiernos de fines de la década del 70’ y en los 80, hasta su reincorporación a la vida civil (9 de marzo de 1990 en Caloto, Cauca, donde Carlos Pizarro –jefe máximo entonces- firmó el acuerdo definitivo con Carlos Lemos Simmonds, mingobierno de Virgilio Barco y luego “presidente de muñequero” de Ernesto Samper, juego infantil de una semana, para que su joven y bella mujer disfrute su pronta pensión vitalicia de viudez hasta hoy). El M había “nacido” a la vida guerrillera a mediados de 1973, en una reunión en la finca Jalisco, cercana a Mesitas del Colegio, con 22 asistentes. Desde su nacimiento hasta su reincorporación tuvo un trasegar constante, pero esta es otra historia.
Ese era una parte del panorama en la década del 80 y por esta razón he demorado esta reseña que me ocupa hoy; mi objeto es enmarcar la novela. Podría resumir, pero no deseo hacerlo. Resumir, por ejemplo, que es la misma fotografía de violencia y corrupción de más de doscientos años, porque en Colombia lo más dinámico ha sido el odio. O mejor, el odio ha sido “La partera de la Historia de Colombia”, parodiando a Marx. Pero no es un odio común y corriente el motor que nos mueve, como el de un vecino (a) contra su vecino (a) por celos o por envidia o por otra inevitable pasión humana. No; el odio que nos ha movido es el que se ha basado siempre en la rapiña de privilegios entre los privilegiados; ellos han formado bandos feroces de desharrapados incautos, de desastrados ingenuos, de descamisados patriotas bobos, les enseñan a odiarse mientras los agrupan, antes en partidos ahora en clanes familiares; a odiarse a muerte estos sí con machetes o con puñales o con pistolas o con fusiles o con minas quiebrapatas o con lo que sea; bandos alimentados con la munición de las mentiras de un lado hacia otro y viceversa entre todos los pendejos, nosotros, o mejor, muchos de nosotros, casi todos nosotros. Y ellos se abrazan en sus clubes con sus mujeres y sus amantes y sus tragos finos y sus etcéteras a bordo. Y claro alimentando también –proporcionalmente- a cada una de las barreras de los de abajo -numeradas también según los privilegios- con las migajas proporcionales de la corrupción necesaria” sin la cual le sería imposible gobernar al gobernante corrupto, corrupción que vaya sólo hasta “sus justas proporciones” (según la infame frase), tanto para los de arriba, como para los desastrados pendejos de las numeradas barreras de abajo.
En 1982 y después de tres intentos fallidos, Belisario Betancur había ganado el poder con un manojo lleno de buenas y quizá sinceras intenciones que convenció a cautos e incautos frente a una segunda intentona presidencial del arrogante López Michelsen, converso de “Revolucionario Liberal” (MRL), en el mismo liberal del otro partido político colombiano que nos ha venido engañando por igual en más de doscientos años. Colombia venía hastiada de corrupción e inequidad, consecuencia y a la vez combustible de su violencia, que nunca había ni ha cedido, que sólo se ha transformado (de acuerdo con la ley de Einstein) y cambiado de actores -ebrios de poder y privilegios- desde las guerras independentistas, que ponían a despedazarse a los cientos y miles de colombianos desfavorecidos de la fortuna y la cultura (como sigue ahora).
El siempre suave murmullo seudolírico de las palabras de Belisario, ya entonces presidente en ejercicio, se dejó escuchar con muy escogidas palabras en los comienzos de su mandato en 1982. Ese lirismo patético le duró sólo hasta cuando las élites (las mismas de siempre) comenzaron a apretarlo y sus asesores encontraron lo que todos sabíamos: que ni tampoco él -como los anteriores presidentes- cumpliría, pero que además los diferentes grupos guerrilleros tenían también una ambiciosa sed de protagonismo y de poder y que no llegarían a ninguna parte. Para bien o para mal, los grupos guerrilleros jamás se han puesto de acuerdo, ni antes ni entonces ni ahora ni nunca. En esa zozobra, en esa barahúnda de país esquizofrénico, el 6 de noviembre de 1985, el M-19 se tomó las instalaciones del Palacio de Justicia, con el objetivo de hacerle un juicio público al presidente y a su cúpula de gobierno en la misma Plaza de Bolívar, de Bogotá, por el continuo manoseo al asunto de la paz con ellos y con otros grupos armados, aseguraban. Y en verdad, el gobierno –intimidado por las élites- le había dado engañosas largas al asunto de las promesas de la paz propaladas en su campaña presidencial. El 6 en la noche se presentó un incendio en el Palacio tomado. El ejército y el gobierno culparon luego al M-19, éstos a viceversa. Lo de siempre. Entre la noche del 6 y la madrugada del 7, el ejército se lo tomó a sangre y fuego (literalmente) utilizando tanques de guerra, roquets y helicópteros, además de policía, ejército y la “secreta”. Los asaltantes guerrilleros eran algo así como alrededor de tres decenas. El escándalo internacional del Golpe de Estado de las Fuerzas Armadas, del que se señaló como principal responsable al presidente Belisario (además de su cúpula de generales, claro) bañó de tinta e imágenes televisivas y radiales las noticias por días y noches. Posteriormente, y a lo largo de estos 35 años, se ha evidenciado que hubo torturas, muertes y desapariciones de guerrilleros y de personal civil, de empleados y aun de magistrados por la fuerza pública. Se han evidenciado también entregas de restos fúnebres sorprendentemente confundidos, entrega de restos de cadáveres a sus dolientes que no correspondían a los de su ser querido. También se ha evidenciado que hubo otras cosas que ocurrieron que al menos se les puede dar el nombre de “extrañas”, que considero que no son del caso en esta reseña.
Macabramente, a la semana exacta de la vergonzosa tragedia del Palacio de Justicia, se le apareció el diablo con cara de oveja a Belisario presidente. En la noche del 13 al 14 de noviembre de 1985, la capa de nieve que cubría el volcán Nevado del Ruiz se descongeló por acción de la ceniza volcánica expulsada y se convirtió en agua lodosa que arrastró hacia abajo más bloques de hielo, más lodo, más piedras, más vegetación y más todo lo que fue encontrando a su paso, causando la tragedia natural y social más grande quizá de la historia de la Colombia actual de antes de esta pandemia, en costo de vidas humanas que fue de entre 25 o 26 mil en una sola noche, entre víctimas y desparecidos (y quizá más), además de gran cantidad de heridos. Ni hablar de los daños económicos causados a toda esa zona del municipio de Armero y cercanos, región eminentemente agrícola de alta tecnificación por la feracidad geológica de sus tierras planas. La tragedia pudo ser inmensamente menor en costos humanos y económicos si hubiera habido voluntad y consciencia de prevenirla (Paréntesis: hoy la tragedia por el desborde y avalancha de la represa de Hidroituango habría sido incalculablemente mayor en vidas humanas y en daños económicos. Se dice que actualmente esta tragedia está totalmente descartada. Esperemos que sí, aunque lo mismo se dijo cuando la tragedia del Nevado del Ruiz).
Esta otra noticia también colmó lo titulares de la prensa y la televisión del mundo y claro, fue manipulada de manera proclive para que el lodo de la avalancha de Armero sepultara la vergüenza de la toma, del Golpe de Estado, de la cruenta retoma del Palacio de Justicia por las FF AA y de sus asesinados y desaparecidos de hacía apenas una semana. Quizá el mayor símbolo perverso de este manoseo fue la utilización de una niña y su familia. Pero además parece que muchos “presuntamente” llenaron sus bolsillos con los huérfanos que dejó la avalancha, presuntamente vendiéndolos en adopción al mejor postor. Pero esta también es otra historia.
Desde una de sus tantas columnas que ha escrito a lo largo de su vida, Gardeazábal había venido advirtiendo el proceso natural del Nevado del Ruiz. Según su testimonio, este nevado le había empezado a interesar desde su infancia, cuando algunos familiares le habían señalado la importancia del “Volcán de Cartago” que aparecía en las lecturas de un cronista español de la Colonia que, aunque a veces deschavetado en varias de sus observaciones, se había mostrado acertado en otras muchas, entre ellas ésta del Volcán de Cartago, que no era otro que el luego llamado Volcán Nevado del Ruiz. Pero a estas observaciones del cronista, le sumó estudios, percepciones e hipótesis geológicas de reputados profesionales, tanto nacionales como internacionales. La columna se llamaba “Notas profanas” y salía en La Patria, de Manizales, y en El País, de Cali, cuando no se la colgaban, como él mismo lo señala en una de sus últimas columnas diarias tituladas “Enchuspado”, de la que ya lleva cerca de las 200; las publica en Facebook, @el jodario de twiter, youTube, speaker, en Occidente, de Cali, y en una cantidad de emisoras regionales (él cuenta que YouTube ya le censuró un “Enchuspado”).
Con sus “Notas Profanas” referentes al tema del Volcán Nevado del Ruiz , empleadas a la manera de una fundación arquitectónica, organiza toda la armazón alrededor de la cual soportará la primera parte de la novela (quizá algunas columnas con uno que otro ajuste necesario para la ficción literaria, sin apartarse de la verdad real); con su agudeza de observador inteligente, de lector voraz y escarbadoramente deductivo; pero ante todo con su visión independiente de patria que siempre lo ha acompañado, para revelarnos de manera siempre sincera (así muchas veces no la compartamos) el misterio de lo real que se oculta bajo el manto de lo real aparente, otra función de la poesía; con la misma sinceridad y escudriñadora mirada con que nos ha acostumbrado en todas sus novelas y cuentos, amarró esas columnas con un cordón cronológico de hechos a los que les situó personajes para que deambularan a través de ellos. Muchos son personajes de la realidad de entonces, todos los de trascendencia histórica lo son; otros de su mente de novelista, claro. Muchos hechos también son reales: todos los anotados en el escalafón de la trascendencia histórica; otros, los de los brillos literarios, son de su creación de novelista. De los hechos del pandemónium nacional creado por entonces por “nuestras” élites, por los narcos y por los grupos guerrilleros en esta ambientación de la que me ocupé al comienzo de esta reseña, soslayó sólo alguno que otro acontecimiento y eso de manera muy tangencial; sólo el que fuera necesario a los tiempos del relato que trae la novela: “Me contó que en la Corte solo se salvó un magistrado de que lo mataran porque era loca y se dejó cargar. ¡Que horror!” (pg. 169).
En la primera parte de “Los sordos ya no hablan”, se manifiestan dos intenciones, al parecer: la primera es presentar una disección de los perfiles de sus personajes principales en los que encarna a las autoridades (nombres reales), a los que conllevan algún poder (nombres reales) y al resto de los armeritas y visitantes, nombres alguno que otro real y la mayoría ficticios. La otra es la de una clara denuncia de la negligencia del gobierno nacional y del de dos departamentos (Tolima y Caldas), también con nombres y tiempos reales ante los gritos angustiosos del alcalde armerita (nombre real); es clara la denuncia de los políticos que encarnan a esos gobiernos: “…aquí mandan ellos, los políticos hablamierda, los que no tienen sino una idea: reelegirse” (pg. 51). A medida que transcurren los meses y luego las semanas anteriores a la tragedia, esta primera parte (“Los sordos”), se va convirtiendo en un “Yo acuso” de advertencias que se hicieron con el debido tiempo, acogiéndose a todas las señales que el alcalde, algún parlamentario y las que él, Gardeazábal, personalmente había obtenido y compartido a su público, como periodista, como lector sediento en diferentes fuentes, como columnista de arriscada independencia, tanto que se ha hecho ganador de innumerables demandas ante los juzgados, a los que ahora duramente puede acudir a causa de sus dolencias, pero acude a todas. Este “Yo acuso” se refuerza en su “Nota de obligatoria lectura” del comienzo en la que habla no como narrador sino como autor. Para reforzar esto, traigo a cuento unas palabras del estudio de esta novela del profesor universitario Jonathan Tittler, hoy jubilado, colombianista estadounidense y minucioso crítico de Gardeazábal (“El Verbo y el mando”, 2004), quien se pregunta y se responde: “¿Cómo fue posible este desastre?, muchos colombianos se preguntaron en aquel momento. Demostrar quiénes fueron responsables, qué hicieron y no hicieron y de qué manera los personajes principales entraron en un diálogo de sordos, constituye el asunto del texto”, pg. 189). Y hablando de la manera cómo actúa Gardeazabal columnista y Gardeazábal escritor, en referencia también a esta novela, el profesor Tittler pinta este breve pero contundente retrato del escritor: “Álvarez G., que sabe tanto del mundo como de los libros, entiende lo inseguro de la vida y la perversidad íntima de los hombres. No tiene reparo en hablar mal de alguien si así se lo merece, en crear escándalos cuando hace falta y en improvisar soluciones donde las condiciones lo dictan. Es capaz de lanzar calumnias, levantar polémicas y pensar sobre la marcha, si el servicio al pueblo lo reclama (reteñido mío)” (pg. 198).
En la segunda parte de la novela (“Ya no hablan”) con habilidad narrativa hace que el lector participe del pavor y del pánico de cada uno de los detalles y segundos y minutos convertidos en tiempo eterno en la avalancha. El lector siente la angustia de ese momento interminable. Del miedo y de la rabia ante la inminente pero además espantosa muerte de sus personajes que personifican a los miles de los habitantes de Armero. Si la primera parte es un cúmulo de investigaciones sabiamente organizadas y ordenadas de acuerdo a las necesidades del relato, la segunda es para mí la parte más electrizante. Despliega la habilidad creativa de mundos del novelista. Se percibe que rueda por las páginas del libro la lava lodosa que arrastra la muerte horriblemente lenta pero inexorable de las víctimas, que saben que los sepultará de manera lenta pero espantosa; se escuchan sus gritos y el deseo de sobrevivencia; la estulticia de alguna que otra víctima aún (que también representa a otra parte de armeritas) y la desesperación de todos frente a lo ineludible ya.
La novela apareció por vez primera en febrero de 1991, publicada por editorial Plaza y Janés, y como entre 1988 y 1990 Gardeazábal se convirtió en el primer alcalde electo popularmente de Tuluá, su ciudad natal, voy a presumir que una gran parte del acto de levantar los esbozos en cuadernillos o en fólderes, como él lo ha señalado en alguna entrevista que es su modus laborandi para sus novelas, voy a presumir, repito, que para “Los sordos ya no hablan”, lo hizo en la preparación de la campaña proselitista y durante la misma campaña de esta primera alcaldía, porque ya en sí, para el acto de redactar señala que la novela “…comencé a escribirla robándole tiempo al agotador trabajo de alcalde de Tuluá” (pg. 291). Pienso que quizá se refiera aquí a que el hecho de redactarla, revisarla y corregirla; o sea que este acto solitario de creación literaria se le da en simultánea con el de cuando por primera vez se ve manejando la otra soledad, la del poder en sus manos, esa que va rodeada de ávidas gargantas, siempre revestidas de luces multicolores que encandilan y enceguecen al poderoso. En esta primera campaña se presentó una de las anécdotas que mejor lo pintan: resulta que su mayor adversario a la alcaldía, del partido conservador, se había hecho fotografiar con su esposa y sus hijitos con un eslogan de campaña, no explícito claro pero sí sugerente, sobre la homosexualidad del escritor, que entonces hacía mucho, mucho tiempo que él la había declarado. En alguno de los discursos proselitistas, en plena campaña, tronó a sus conciudadanos: “¡tulueños!, ¡pueden votar tranquilos por mí, porque no es con el culo con lo que voy a gobernarlos, sino con la cabeza, que es lo mejor que sé manejar!”. (Algarabía y aplausos).
Aquí un paréntesis para una anécdota que viví personalmente. En esos tiempos de su alcaldía, se volvió noticia nacional que había algún grupo armado que lo había declarado como objetivo militar, no recuerdo la causa. En mi visita a unos familiares en Tuluá, decidí también “hacer un campo” para visitarlo. Me había dicho que fuera a una hora que no recuerdo si fue a las 6 y media de la tarde o a las 7 de la noche, cuando acababa la jornada de trabajo. Me invitó entonces a dar unas vueltas por uno de los parques de Tuluá, el principal, por donde estaba ubicada la alcaldía. Aunque yo ya sabía por la prensa de sus riesgos y peligros, me los contó. En la primera vuelta, caminando lento, me dijo: “ese que ves ahí en la esquina, es mi escolta”. La sombra oscura o “bulto” de ese hombre señalado, de más o menos 1,65 metros de estatura y algo barrigón, estaba absolutamente desentendido de él, conversando con quienes parecían sus amigos. En otra, mirando hacia una montaña muy lejana, me dijo: “allá acampan los que quieren asustarme… ¿Ves las luces del campamento?”. Yo no recuerdo si las vi o no. Pienso que me dijo que eran los del ELN. “Hay mucha gente que quiere que yo no salga, que aquí en la calle o en el parque me pueden dar unos tiros”. Yo calibré la situación y, claro, sentí miedo, pero no se lo expresé; pensé en mis dos niñas pequeñas, en mi familia y en la mujer que quedaría sola a cargo de ellas, aunque la sabía muy capaz. No quería que mis hijas quedaran huérfanas tan temprano. Afortunadamente jamás pasó nada. Sólo recuerdo ese momento de miedo, dando una, dos o tres o cuatro vueltas eternas alrededor de ese parque.
En junio 2020, la acaba de publicar Ediciones Unaula, en una bella presentación, como lo ha hecho con otras de sus novelas (“Biblioteca Gardeazábal”). Ediciones Unaula pertenece a la Universidad Autónoma Latinoamericana (Unaula), de Medellín, a la que Gardeazábal le ha venido cediendo todos los derechos de hasta ahora cuatro de sus novelas publicadas por Unaula, entre ellas su obra cumbre, jamás superada por él, Cóndores no entierran todos los días, para mí, una metáfora poética de la Historia de la Colombia del siglo XX, y quizá por eso insuperable.
Sugerencia final a los lectores: si la leen durante esta pandemia procuren no comparar la ineptitud, la torpeza, la negligencia, la indolencia, la desvergüenza, la hipocresía y el cinismo de “nuestras” élites y de ese gobierno de 1985 (y de los anteriores) con el siguiente y luego con siguiente y luego con el siguiente y así hasta llegar al de hoy de 2020 junto con el actuar de “nuestras” élites. No lo hagan si no quieren morir de rabia impotente al ver que seguimos peor. No las comparen, debemos sobrevivir a esta pandemia, con la ayuda de Dios.
BIBLIOGRAFÍA.
ÁLVAREZ GARDEAZÁBAL, Gustavo. “los sordos ya no hablan”. Biblioteca Gardeazábal. Ediciones Unaula. Medellín. 2020. 292 pp.
TITTLER, Jonathan. “El verbo y el mando. Vida y Milagros de Gustavo Álvarez gardeazábal”. Colección CantaRana (sic). Universidad Central del Valle (Uceva). Tuluá. 2004. 263 pp.
Fotos: Alejandro García Gómez
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