Tras las huellas de Chambú

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Por Mauricio Chaves-Bustos
Tomado de conexionnortesur.com

El 16 de julio de 1946 salía en Manizales la primera edición de Chambú, obra del escritor pastuso Guillermo Edmundo Chaves. Para entonces se habían publicado algunas novelas en Nariño, como “La expiación de una madre”(Pasto, 1894), sobrevalorada novela de Rafael Sañudo, la primera publicada en tierras nariñenses; “La ciudad de Rutila” (Pasto, 1895), del pastuso Florentino Paz, perteneciente al romanticismo que por entonces copaba toda inspiración nacional; “Betulia y Eudoro” (Túquerres, 1908) que por su corta extensión puede considerarse casi un cuento; “Dios en el hogar” (Bogotá, 1910) del pastuso Benjamín Guerrero; “Fue un sabio” (1912), del tuquerreño Manuel Benavides Campo, novela perdida, ya que la que reposaba en Túquerres fue sustraída y ha sido hasta el momento imposible de rastrearla, ni siquiera en la propia Barcelona donde fue publicada; “Cameraman” (Valparaíso,  1932) del también pastuso Plinio Enríquez, novela revolucionaria en un medio tradicional, de ahí que recién hace unos pocos años haya copado la atención de nuevos lectores, ya que como “Sima” (Bucaramanga, 1939), de Alfonso Alexander, irrumpieron dramáticamente en una sociedad crecida bajo el idealismo utópico del romanticismo; “Ligia” (Guayaquil, 1933), del tumaqueño Donaldo Velasco; “Los Clavijos” (Bogotá, 1943); “Cuando el suicidio es un deber” (Bucaramanga 1947) de Julio Santamaría Villarreal, que aparece el mismo año de Chambú. De muchas de estas novelas se ha escrito de oídas, como diría Rafael Gutiérrez Girardot, ya que la mayoría tuvieron una sola edición o fueron confiscadas o perdidas.


A nivel internacional ese año se publican, entre otras: “El callejón de las almas perdidas”, del estadounidense William Lindsay Gresham; “El hombre de Marte”, novela de ficción del polaco Stanisław Lem; “El pianista del gueto de Varsovia”, del polaco Władysław Szpilman, estas dos últimas llevadas al cine, de la cual “Chambú” tiene también un intento fallido; “Escupiré sobre vuestra tumba”, del francés Boris Vian, novela sobre el racismo hacia el hombre negro; “Las cruces sobre el agua”, del ecuatoriano Joaquín Gallegos Lara, novela realista considerada una de las primeras que trata el tema urbano en el Ecuador; “Sangre en la piscina”, de la escritora británica Agatha Christie, aunque publicada en Estados Unidos; “Zorba, el griego”, del autor griego Nikos Kazantzakis, adaptada también al cine, al teatro y a musical.

En cuanto a las ediciones de Chambú, encontramos: primera edición Biblioteca de Escritores, edita Adel López Gómez, Manizales (1946); segunda y tercera edición, Bedout, Medellín (1962, 1963); cuarta edición, Pasto, Imprenta Departamental (1963); cuarta, quinta y sexta edición, Bedout, Medellín (1978, 1980, 1982). Encontramos una edición virtual, Pasto, Editorial Sucesos (2020), en la cual aparece el libro incompleto. En la edición hecha en Pasto, se habla de una traducción al francés, gestiones del señor Pierre Grazi, “Gerente de Producciones Latinoamericanas”, sin que hayamos encontrado nada al respecto, dejando sobre el aire que fue solamente una buena intención y nada más; esta misma edición da por publicada la edición príncipe en 1947 por la Imprenta Departamental en Manizales, informa además que ésta se consumió en los incendios del 9 de abril, de ser así sería la segunda edición, ya que la primera fue editada en 1946 como se ha mencionado ya.


En 1962 se filmó la película Chambú, bajo la dirección de Alejandro Kerk y la producción de Enrique Gutiérrez y Simón, ambos de nacionalidad española, con guion de éste y de Eduardo Botello. Se rodó en 35 mm en blanco y negro, con una duración de 110 minutos. Los rollos fueron llevados por Kerk a España para ser revelados; sin embargo, éste nunca regresó con lo prometido, de tal manera que la película nunca fue vista en su totalidad en Colombia. Dentro de los protagonistas están Lyda Zamora, Yamile Humar, Hernando González, entre otros. Las locaciones fueron Pasto, Tumaco, Ricaurte, La Cocha, Mallama. Música de Luis Eduardo Nieto. El propio autor de la novela fue contratado como asesor durante el rodaje, a quien se le adquirió los derechos para la película. En 2012 fueron rescatados algunos fragmentos, los cuales reposan en la Fundación Patrimonio Fílmico Colombiano. Gutiérrez y Kerk filmaron en 1959 el documental “Las Lajas, un milagro de Dios en el abismo”.

Anclados en un modelo literario decimonónico, la novela fue bien recibida por la crítica literaria de entonces, sobre todo en un momento en donde la gramática y la literatura parecían un fundo propio de abogados y políticos, no en vano Laureano Gómez y Juan Lozano y Lozano la encomian como una de las mejores novelas colombianas, “obra genuinamente americana”, dice la Noticia con que abre la edición príncipe. En Nariño la recepción fue igual o quizá más aduladora, inclusive hasta hace poco se consideró la novela nariñense por antonomasia, a tal punto que Chambú dejó de ser un sitio de la geografía que conecta la costa con la sierra para ser primero una novela y luego una canción. Víctor Sánchez Montenegro, en el extenso prólogo al libro de Teófilo Albán Ramos, anota: “Pasan por estas páginas hálitos de tragedia duramente cantados como en un poema de gesta. Sus descripciones son fieramente reales, con aspectos de Zola, cogido en sana ética” (p. 108), es decir resalta el naturalismo que puede habitar en Chambú, sin detenerse en los pasajes que parecen traídos de la pura sepa del romanticismo, anclaje que perduró durante tanto tiempo en el panorama literario nacional, pero aún más en el nariñense, de ahí la crestomatía conque se abre este ensayo.


La novela puede ser analizada desde diferentes aristas, aquí simplemente planteamos dos de ellas que requieren, desde luego, mayores análisis a la luz de la crítica literaria que ha sido tan esquiva -cuando no ocultada – en el departamento de Nariño, son estos el aspecto del mestizaje y la visión de lo afro dentro del marco de la novela que, como se ha sugerido por especialistas como Víctor Sánchez Montenegro, pareciera ser también la experiencia propia de su autor llevada al plano de la novela, sobre todo porque Guillermo Edmundo trabajó en la construcción del carreteable que ahí se describe.

El mestizaje para el autor pareciera no partir de una visión integradora de las diferentes culturas humanas, como puede desprenderse del concepto de “raza cósmica” propuesto por el mexicano José Vasconcelos, donde lo que prima es la voluntad sobre la razón o el impulso natural, por ello estipula que una civilización empieza a decaer cuando se encierra sobre sí misma -endogamia-. En Chambú ese mestizaje, que tiene su corolario en el párrafo final, se desdibuja a través de la obra, en donde el contraste de civilización o barbarie están en permanente dualidad, ahí no hay gozne -que sería el mestizaje-, sino permanente alusión a lo “blanco” como lo bueno, lo estéticamente hermoso, lo ligado a la moral y a las buenas costumbres. “La señora y la hija del pagador constituían con los dos hermanos el núcleo de “respeto” del conjunto”, dice en el capítulo dedicado a la Danza Mestiza, haciendo alusión a que en ese paraje donde se estaba construyendo la carretera, eran los “blancos” quienes detentaban todo lo bueno que de ahí se desprendía.

¿Acaso la carretera misma no es una metáfora para determinar que la civilización le llega al Pacífico permitiendo ese contacto con Pasto?, se reafirma lo dicho cuando en 1990 Cecilia Caicedo anota: “Ello explica que los capítulos mejor logrados sean los siete primeros, y ellos justamente no están referidos al romance sino a la gesta heroica de construcción del camino, dinamitando las agrestes rocas de Chambú, a la sangre obrera ofrendada a la civilización y al coraje de los serranos, que hicieron posible unir el verdor de las mesetas y el anchuroso mar” (p. 104),  la crítica literaria no hace sino recoger ese aspecto que flota a través de la obra.


Es por ello que la molinera, quien no es personaje principal, toma un cariz importante dentro del imaginario popular, de ahí la canción “Chambú” de Luis Eduardo Nieto que tanta acogida tuviera en los sectores rurales nariñenses, porque tal vez sin pretenderlo, el autor al convertirla en una especie de paisaje primero -de ahí la descripción que hace de la ñapanga dentro de una novela- y luego como sujeto que debe ser borrado para alcanzar el bienestar social y moral, es negado a través de la novela, como lo serán los campesinos, los negros, quienes no se acoplan al concepto de lo civilizado dentro del marco de una sociedad que consideraba que en algunas capas sociales de Pasto moraba ese concepto, aunque erráticamente, ya que la misma protagonista al viajar por el mundo cree que ha logrado romper el esquema del provincianismo, Andrés Torres al respecto anota: “Tanto talante, refinamiento, y prestancia, me incomoda porque siento que Chaves, le seguía el juego al arribismo social y a ese tipo de políticas que estratifica a los hombres de acuerdo al termómetro que impone las gentes de alcurnia” (2004).

Lo afro está retratado en la novela con la mirada de quien desconoce las alteridades, por ello ocupa un lugar secundario, casi podría decirse que dentro del contexto en que está estructurada la misma, el capítulo sobre La mina de Ambiyaco, pareciera un pretexto para mostrar como la selva se ensaña contra el personaje que pareciera deambular entre la civilización y la barbarie, por eso lo afro aparece como un recodo de una tentación que se cristaliza en la figura de la mujer de un minero, ahí el erotismo es el que sale a la vista; inclusive el negro está fuera de la posibilidad de ese supuesto mestizaje que transita en la novela: “Era ese sector de la montaña como un puente entre dos razas: el mestizo y el negro”, dice en su primer acercamiento al espacio donde lo afro cobra vitalidad, pero para el autor “allí se quedaron con las pocas familias de blancos dueñas de los veneros, pegados para siempre al calor propicio del clima y al paisaje selvático de los grandes ríos”, una clara alusión a una imposibilidad de romper con ese supuesto salvajismo que los arropa.

La mujer afro, por tanto, se vuelve objeto de un deseo que es capaz de sacar de lo civilizado el instinto antes que la razón, piel a la que cede la voluntad: “Una linda negrita, en flor de pubertad, cruzaba y recruzaba en diversos quehaceres. Ernesto la miraba con simpatía y con bondad, pero como a un ser extraño a quien sólo pudiera tratar así, ya que el color parecía aislarla de todo anhelo. El otro sujeto la piropeaba en tanto con ademanes lúbricos”, curiosa contradicción, ya que más adelante el propio Ernesto será el que caiga en la tentación, “Ernesto admiró su belleza, pero por su color se acostumbró a tratarla despreocupadamente”, aquí se señala a las mujeres afros como verdaderas hijas de Lilith – la mujer que hace sus quehaceres y Casilda-, son ellas las culpables de despertar el deseo en el hombre blanco-mestizo, su cadencia pareciera evocar esa génesis pre-Eva, tentación siempre, más no fineza o caballerosidad, trato reservado para las serranas de élite. La mujer otra vez vuelta paisaje a los ojos del autor: “Ella, de nuevo, era el paisaje todo, moreno como la tierra, grávido como un fruto; y él contemplándola, se sintió crecer en su delirio más alto que los árboles”. Mujeres blancas, indígenas-mestizas y afros, “con las mujeres era aquello que ellas amaban, lo delicado, lo escabroso o lo santo”, frase que pareciera más bien un desdoblamiento del personaje principal respecto a lo que puede llegar a significar la otredad.


De ahí que el Pacífico no sea sino un lugar de paso y nunca de permanencia, ahí llegan del norte donde se ensalza la modernidad, de ahí salen para la sierra atravesando un camino que simboliza la crueldad de ese mestizaje que se dio porque se tenía que dar. Donde habita “el blanco” está la civilización, por ello, como anota Andrés Torres, el autor deviene en presunciones poco probables, como poner a escuchar en la finca a Debussy para espantar el tedio que produce el campo, sobre todo porque ahí está la peste, la bartolina, que mata a casi todos pero no a los dueños de casa, ya que parecieran estar tocados por la blanca mano de dios. Por eso también Chambú como territorio es pretexto, tanto al inicio como al final habita ahí la muerte y el peligro, por eso todos parecieran haberlo abandonado, inclusive el guía ha dejado su trabajo para estar más cerca de la civilización, hacia el lado de la sierra, por eso ese niño con el que casi se cierra el libro representa un mestizaje no aceptado en su totalidad, sino el mestizaje forzado de estirpes que debieron encontrarse aquí forzosamente, no para hacer del mundo un lugar de encuentro -baste citar el Mediterráneo como prueba de ello -, sino como un camino que al transitarlo siempre pareciera un peligro.

 Referencias

Caicedo, Cecilia (1990). La novela en el departamento de Nariño. Bogotá: Instituto Caro y Cuervo.

Chaves, Guillermo Edmundo (1946). Chambú. Manizales: Biblioteca de Escritores. Edita: Adel López Gómez

Sánchez Montenegro, Víctor (1949). Prólogo. En: Teófilo Albán Ramos, Poesías. Pasto: Imprenta Departamental.

Torres Guerrero, Andrés (2004). Políticas de la asimilación en Chambú. Disponible en: https://webs.ucm.es/info/especulo/numero28/chambu.html

Vasconcelos, José (2021). La raza cósmica. Misión de la raza iberoamericana. Madrid: Editorial Verbum.

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Author: Admin

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