De la alegría de leer a la alegría de enseñar

Yudy Zambrano Meza, abogada
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Por Yudy Zambrano Meza
Facebook: yudy.z.meza

Otra vez me remonto a mi infancia, y es que siento que esa es una fuente inagotable de historias e inspiración. Volver a esos primeros años, a los recuerdos sembrados entre libros, el viento y el cielo azul de los veranos eternos, es también una forma de entender por qué y cómo aprendí a mirar el mundo a través de las letras.

En mi pueblo, en la casa de mi infancia, entre muchos libros, se encontraba uno titulado La alegría de leer. Era un libro muy viejito y maltrecho, tenía las hojas amarillas, las esquinas dobladas, la portada despegada. A pesar de mi costumbre de leer todo lo que llegaba a mis manos, con ese libro no ocurrió lo mismo. No sé muy bien por qué, tal vez era el título, o quizá su aspecto frágil. Sin embargo, su sola existencia ya sembraba algo: la idea de que leer era una alegría.

Empecé a leer a muy temprana edad. Mi primer libro, o más bien, cuento, fue El gigante egoísta, de Oscar Wilde. No sé si era demasiado pequeña para leerlo, pero no solo lo entendí: lo amé. Lloré, al descubrir, que el niño más pequeñito de todos era el Niño Jesús. Esa historia me conmovió profundamente. Fue entonces cuando entendí que un libro podía tocar el corazón.

Así, enamorada de la lectura, seguí leyendo. Fui entretejiendo historias a partir de distintos textos, saltando de la narrativa a la poesía, de los clásicos a los cuentos populares. Ya en la facultad de Derecho, comprendí que mis escritos llevarían siempre el rastro indeleble de la literatura. Florentino Ariza, de “El amor en los tiempos del cólera”, era, y sigue siendo, mi ejemplo.

Durante toda mi vida, un libro ha caminado conmigo dentro de mi mochila, compartiendo espacio con la agenda y un esfero, de cualquier color, menos azul o negro. Es una costumbre simple, casi insignificante, pero en ella habita una forma de resistencia, de identidad, de memoria.

Por esas cosas de la vida, de conciencia social, o tal vez, parafraseando a Benedetti: “no sé cómo ni con qué pretexto”, soy profe, y entonces, la lectura de tantos y tantos libros ha cobrado sentido. Un sentido transformador y humano.

Cuando inicio las clases, veo a mis estudiantes y sé que tienen muchos mundos por descubrir, muchas historias por escribir: desde el derecho, la administración pública, los desafíos que la construcción de paz y la defensa de los derechos humanos nos exigen en un contexto tan complejo como el colombiano. Ahí, entre las preguntas, debates y el silencio del aula, también habita el amor y la esperanza.

Antes de comenzar la clase, leemos algo: un poema, un cuento, un capítulo. Piedad Bonnett y Estadísticas, Laura Restrepo y La multitud errante, Germán Castro y Más allá de la noche. Porque en el fondo sé que serán ellos y ellas quienes tomarán los lápices y las agendas, quienes escribirán las nuevas narrativas que llenarán los estantes de las bibliotecas vivas que requiere nuestro país.


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